Del revés

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El invierno pasado vimos Inside out, la película de Pixar, una infinidad de veces. Ese afán de las niñas de ver una y otra vez la misma película cuando encuentran una que les gusta, nos da la oportunidad a los adultos de analizar cada detalle del argumento y de la animación. Aunque no veo el momento de dejarlas solas delante de una película sin arriesgarme a que la líen durante esa hora y media, acompañarlas me da un tiempo para la reflexión que hace que, a partir del quinto visionado, la película resulte más enriquecedora de lo que una inicialmente esperaría. Así que ahora imagino mi cabeza como ese almacén de recuerdos y vivencias en forma de bolitas de cristal de colores, que se tiñen de uno u otro en función del sentimiento que haya gobernado la acción que da pie a cada recuerdo. Algo muy útil en este momento vital de regresos, en el que emergen, cuando menos me lo espero, recuerdos que creía que se habían desvanecido.

La situación de mi padre hace inevitable que piense en todos los recuerdos que ya se ha llevado la enfermedad. Todas las conversaciones que ya no mantendremos. Todas las cosas que ya nunca podremos saber de él y de su pasado, que también es el nuestro. Hay una parte de nosotros mismos que ya no podremos descifrar, solo intuir. Y se me hacen necesarias conversaciones con mis mayores, con mi tía, con mi madre, para rescatar algo de ese pasado que nos explicaría tantas cosas de nosotras mismas y que se va a ir del todo más pronto que tarde. Llevo semanas dando vueltas a cómo abordar este asunto para conseguir hacerlo de la manera más natural posible y, al mismo tiempo, obtener el máximo de información que me ayude a entender a nuestra familia y que me explique a mí misma y a mis hijas esa parte de cómo somos.

Pensando en eso andaba yo estos días, cuando de pronto me encuentro este hilo de Twitter:

Era un hilo retwitteado por nuestro Ayuntamiento, hablando de la antigua Casa Cuartel del pueblo, un edificio abandonado desde los años 90, cuyo posible aprovechamiento para uso civil es un tema recurrente en tertulias de bar desde hace más de 30 años. Y entre los pocos comentarios, uno me hace revolverme en la silla:

Entre las conversaciones pendientes con mi tía queda, por supuesto, la guerra y la posguerra. Mi tía nació el 2 de abril de 1938. Mi abuelo aún no estaba preso entonces, pero es bastante probable que ya no estuviera en casa. Fue camillero en la Batalla del Ebro, por lo que para el nacimiento de su única hija, ya debía andar por España dando tumbos. Terminada la guerra, estuvo en la cárcel. No sabemos mucho de esto. Como en tantas familias, de la guerra, en mi casa, no se ha hablado apenas. Algunas veces salía el tema y lo poco que sé no son más que conclusiones que he ido sacando sola, hilando anécdotas escuchadas a mis abuelos, a mi tía o a mi padre. Sé que para meterle en la cárcel, a mi abuelo le acusaron de quemar la iglesia de Llocnou de San Jeroni, algo que él negó siempre. Sé que le reclutaron para ir al frente unos milicianos que venían de Alzira. Ahí ya hay distintas versiones. Unas dicen que se fue voluntariamente con ellos porque era lo que había que hacer. Otras, que se fue a punta de pistola y que si no se hubiese unido al bando republicano, le hubiesen matado en el acto. Lo cierto es que, sea como fuere, yo nunca vi en mi abuelo una vocación política marcada. Era prácticamente analfabeto, trabajó toda su vida en el campo y, en mi recuerdo, votó siempre a la derecha e insultaba a Pujol y a Felipe González cuando aparecían en la tele. Con estos mimbres, no puedo imaginar que mi abuelo hubiese construido un fuerte compromiso con la República. Aunque quién sabe, desconozco de él muchísimo más de lo que sé y puede que esté totalmente equivocada.

Volviendo al tweet que me remueve, lo conecté rápidamente con una de esas pocas anécdotas que me han llegado. Ya no sé si la historia viene de mi tía o de mi abuela. Puede que de las dos. La recuerdo siempre contada con voz de mujer. La guerra había terminado y mi abuelo había salido ya de la cárcel. Al ser represaliado, intentaba ganarse la vida como podía, pero muchos no querían o no se atrevían a darle trabajo por su condición de rojo. Tenía entonces dos hijos pequeños: mi padre, nacido en junio del 36, y mi tía, en el 38. No sé si en ese momento ya había nacido mi tío, que nació en el 43. Imagino que sí, porque justo después de salir de la cárcel, al no conseguir un trabajo en el pueblo, pasó una temporada en Amposta, plantando arroz en el Delta del Ebro. Así que pongamos que sí había nacido. Imaginemos que tenía ya 2 hijos un poco más grandes y un bebé. Mi abuela contaba que, aunque la comida escaseaba y era muy difícil conseguir levadura y harina blanca para hacer pan, ella había conseguido de estraperlo y había amasado unos cuantos panes. Tenía que llevarlos al horno y cocerlos pronto, antes de que la levadura dejase de hacer su efecto y la masa se echase a perder. Al llegar al horno, el panadero ya iba a meterlos cuando apareció la mujer del cabo de la Guardia Civil con un montón de viandas para una celebración en el cuartel. Apartó a mi abuela y dijo que el horno quedaba reservado para servir exclusivamente a la Guardia Civil. Mi abuela que, al contrario que mi abuelo, había aprendido a leer y a escribir ella sola y tenía bastante don de palabra, expuso su necesidad extrema y la situación de aquellos 3 niños pequeños que llevaban días sin comer otra cosa que gachas de harina y agua. Puedo imaginarme a mi abuela argumentando todo esto pausadamente, sin levantar la voz, porque si algo recuerdo de ella era su hablar lento. Se dirigió a aquella mujer apelando a sus principios católicos y a cómo una buena cristiana como ella no iba a ser capaz de dejar a aquellos niños sin comer un día más. Solo había que prescindir de una de las bandejas, un miserable hueco en un horno para sacar unos cuantos panecillos. Parece ser que aquella reflexión enervó mucho a la mujer del cabo, a la que no le gustó que se cuestionase su condición de católica ejemplar. Empujó la bandeja de mi abuela, los panes cayeron al suelo y le dijo que se fuese a su casa por donde había venido y si querían panes, que se los comieran crudos. Mi abuela volvió llorando a casa y por supuesto, aquel día tampoco comieron más que gachas de harina y agua. Por la noche, la Guardia Civil llamó a la puerta y se llevaron a mi abuelo. Volvió al cabo de un par de días, cubierto de moratones. No hizo falta decir nada. De nuevo, silencio. Ya todos sabían lo que tenían que hacer en adelante.

Mi tía es una mujer muy conservadora. Como mucha gente que viene del mundo rural. Mi padre y su hermano también lo eran. No sabría decir cuál era la actitud de mi padre o de mi tío ante la Guardia Civil. Pero sé que mi tía siempre les ha tenido miedo. Auténtico pavor. Recuerdo ir con ella y con su marido en coche y verla enmudecer, tartamudear al intentar decir algo en un control de carretera rutinario. De pronto se convertía en aquella niña que veía cómo se llevaban a su padre a empujones, sin entender nada y sin saber si volvería. Seguramente, absorbiendo también el miedo de su madre. En medio del hambre y la miseria y habiendo nacido en mitad de una guerra. Eso no se verbaliza, no se recuerda con imágenes. Pero se queda ahí, como esa bolita de cristal morado de la película de Pixar, y en algún momento, sin previo aviso, la bola queda suelta y cae rodando por un tubo del pasado hasta el momento presente.

Cuando leí el tweet de ese hombre hablando de su abuelo en ese cuartel entre los años 43 y 46, la bolita de los panes cayó y yo me estremecí en mi silla. Casi 80 años después, dos descendientes de aquella historia vuelven a cruzarse a través de las redes de manera involuntaria y fortuita. Un hombre pregunta en Twitter por el lugar donde nació su madre. Qué hermoso y qué importante para la historia de la familia de esa persona poder ubicarlo. Seguramente será emocionante para él situar el edificio en el entramado actual del pueblo. Yo podría preguntarle a mi tía, seguro que ella sabe decirme bien donde estaba ese cuartel. Sabe dónde se llevaban a su padre cuando decía algo inapropiado. O cuando no lo decía pero había miradas o gestos que, a alguien con más poder que él, no le cuadraban. Cuánto dolor en una parte de la historia y, sin embargo, cuánta emoción en la otra. Casi ternura, al imaginar el nacimiento de aquel bebé que sería su madre años más tarde, ¿no? También al recordar a los abuelos. A mí se me pondría la piel de gallina al decir por primera vez: «En este edificio nació mi madre». Creo que para cualquier persona sería un momento importante. Es fácil empatizar con ese sentimiento. Me pregunto en cambio si el ejercicio de empatía se producirá en el otro sentido. Si el miedo de mi tía o mi retortijón en la silla al leer el tweet encontrarían comprensión en el otro lado. Tengo mis dudas. Depende de esa persona a la que no conozco. Quién sabe, tal vez sí. No es que me importe demasiado, pero me gustaría pensar que sí, que somos capaces reconocer la crueldad y condenarla, aunque pueda venir de alguien a quien hemos querido mucho. Aunque lo veo poco probable.

Conservo pocas fotos de mis abuelos. Las que tengo, las guardo como se guardaban antes los tesoros, en una cajita de madera, una cajita de puros que lleva más de 20 años viviendo conmigo en Valencia, en Bruselas, en Madrid y ahora vuelve a Fontanars, donde empezó todo. Guardo en ella, entre otras, la foto de mi abuela y de sus hijos que mi abuelo llevó con él durante la guerra y cuando estuvo preso.

Me veo en esos ojos de mi abuela. En esa mirada perdida, que sabe cuál es el destino de la foto que se está haciendo. Una foto que acompañará a su marido a la batalla y tal vez a la muerte. Por mucho que lo intente, cómo fingir una sonrisa ante la cámara con semejante horizonte en la cabeza. Él salió de la cárcel en 1940. Mi abuela me contó que un cura le prometió que si bautizaba a sus hijos, le sacaría de la cárcel para que fuese al bautizo. Y así fue. Siempre me ha sorprendido esa historia porque recuerdo a mis abuelos muy católicos, sobretodo a mi abuela, y me cuesta imaginarla con dos hijos tan mayores sin bautizar. Nunca sabré cuánto había de verdad y cuánto de temor en esa fe que profesaban. De nuevo, tengo que aceptar que hay muchas partes de la historia de las que no sé nada y ya no voy a poder averiguar gran cosa.

Mi hija pequeña tiene casi la edad que tenía mi tía en 1943. Me imagino a mí misma esa noche después del episodio de los panes, con una niña de 5 años y otro de 7 y un bebé, sola en una casa sin luz eléctrica, con una lámpara de aceite encendida a ratos para no gastar mucho, sin dormir y sin saber si el padre de mis hijos volverá o en qué condiciones lo hará. Imaginando que cabe la posibilidad de que vengan a por nosotros cuatro en cualquier momento. También pienso que a pesar de toda esa angustia, fueron (fuimos) afortunados. Mi abuelo tuvo más suerte que otros y siempre volvió. Con heridas, con moratones, con algún hueso roto. Volvió de la guerra, volvió de la cárcel y volvió del cuartelillo. Y en medio de la miseria y de una existencia plagada de resignación y silencios, construyeron sus vidas. Con el paso del tiempo, lograron tener momentos felices y sé que murieron tranquilos después de una vida de muchos sacrificios impuestos. Las heridas nunca se cerraron. Durante 40 años se puso mucho empeño en enseñar a la gente a callar y ya era algo mecánico. No había ni que pedirles que lo hicieran. Mi abuelo era parte de esa gran masa de gente pobre, sin formación y sin cultura política, que había aprendido a golpes a conformarse con poco más que respirar y a vivir con las migajas del sistema mientras se les trataba como mano de obra barata, en un régimen cercano al esclavismo. Fueron muchos los que no se resistieron ni se significaron políticamente. ¿Cómo iban a hacerlo sin saber leer y escribiendo poco más que su nombre?

La historia de mi abuelo es la de muchos españoles que simplemente, estaban ahí. No tienen grandes historias ni tenían grandes aspiraciones. Solo querían vivir tranquilos, trabajar dignamente, huir del hambre, ver crecer a sus hijos, envejecer junto a sus parejas. Nunca fueron demasiado conscientes de lo que la República pudo haber hecho por ellos y por sus familias. Asumieron la dictadura como un sufrimiento añadido a todo lo que ya llevaban encima. Sufrían abusos de las autoridades, llamaban «amos» a las personas que les daban el pan a cambio de trabajos durísimos y fueron siempre leales, más por miedo que por convicción. Cada vez tenemos menos testimonios en primera persona de estas no-historias y nos toca a nosotras llenar esos huecos con datos interpolados y con recuerdos que se van difuminando.

No sé si alguien pensó mucho en ellos cuando acabó la dictadura. Sospecho que no. Recuerdo que alguno de los gobiernos de Felipe González indemnizó a presos republicanos, pero mi abuelo no había estado suficiente tiempo en la cárcel y nunca recibió nada. Como si el paso por aquellas cárceles de posguerra, aunque fuese únicamente un día, no marcase de por vida. No sé quién decidió que había un mínimo de tiempo, por debajo del cual, la cárcel no te deja secuelas. Quienes quiera que fuesen, no habían pasado por aquellas cárceles. Mi abuelo, después de esto, siguió en silencio. Y murió en silencio. Un silencio que podía haberse roto en cualquier momento, un silencio del que desconocíamos su concentración pero en el que la mínima chispa podía haber provocado una explosión. Imagino miles de pequeñas explosiones encadenadas, sobrevenidas de miles de pequeños silencios de tantos que pasaron por situaciones similares. Sin embargo, nunca llegó la gran explosión y los testimonios se fueron muriendo. Siguen muriéndose los niños de la guerra. El relato ahora parece caer en manos de quienes quieren convertir esos silencios en aceptación. Y no lo es. El que calla, no otorga. El que calló, lo hizo porque no podía hablar. O no sabía. O no tenía recursos. O tenía miedo. Muchos eran personas sin capacidad de argumentar frente a sus contrarios. Sin formación, sin recursos, sin espacio propio y con hambre. Así no hay posibilidad de réplica. Y si la hay o la ha habido, nunca se ha considerado válida. Cómo creer al paleto, al analfabeto, al iletrado, frente a las élites con poder, estudios y amplia formación. Obviando que las élites se perpetúan al negar la entrada a nuevas miradas y a nuevos planteamientos, aturdiendo al humilde con verborrea, burocracia, discursos retorcidos y voces engoladas.

No hay interpretación veraz, todas son sesgadas, eso es inevitable. Nos queda poco tiempo para buscar respuestas, colocar apósitos, hacer preguntas, encontrar datos. Escuchar a quienes vivieron todo aquello y todavía pueden decir algo. Y prepararnos para escuchar respuestas que no nos gusten y que nos duelan. Prepararnos para aceptar, como los personajes de Inside out, que no hay alegría sin tristeza. Asumir ese dolor que es también empatía. La democracia nos dio a las nietas y nietos de aquella generación la sensación, más o menos real, más o menos falsa, según el día, de que podíamos restaurar su honor y su memoria. Imagino que mi abuelo también tendría su lado oscuro. También haría cosas horribles en medio de la guerra y, tal vez, a lo largo de su vida. También tenía sus ramalazos machistas, racistas y homófobos. Pero era mi abuelo, el que me hacía reír con sus arrebatos de energía haciendo carreras por la orilla cuando íbamos a la playa. El que se dejaba ganar al parchís y golpeaba la mesa con rabia fingiendo un enfado. El que nos compraba las bicicletas para Reyes y cantaba «Ay, Tani, mi Tani morena» cuando llegaba el cava de la cena de Nochebuena. Imagino que eso sí que es algo que tendremos en común la persona del tweet y yo, nietos de los dos bandos. La infancia es ese patio de la mente al que una sale a fumar. O a respirar, por aquello de no ensalzar los malos hábitos. A tomar aire, en cualquier caso. No somos tan distintos en nuestros objetivos y en nuestros miedos. Buscamos sentirnos cómodos, seguros, queridos. Es la manera en la que lo buscamos la que nos separa. Eso es la vida. Una vida que nos viene dada y condicionada a cada cual por las historias de quienes nos la regalaron. Y eso, me temo, es lo que nos coloca a ese desconocido de Twitter y a mí en posiciones irreconciliables.

Un comentario

  1. Avatar de Alvaro Gómez Velasco
    Alvaro Gómez Velasco

    Escuchar a tu madre y a tu tío usar la expresión «el amo» me pone los pelos como escarpias.

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