Que el pelo te marca durante toda tu vida es algo que vivimos todas. Como una premonición, unos días antes de todo lo que voy a contar escuché el capítulo Rizos, de Carne Cruda, en el que Sabina Urraca desarrolla meticulosamente lo que ha supuesto tener el pelo rizado a lo largo de la Historia.
En mi cabeza han sido perpetrados todo tipo de atentados horribles. Peluqueros y peluqueras de toda la geografía nacional y de todos los presupuestos posibles, han tratado de dar forma a mis rizos, con diferentes suertes, aunque la mayoría, no llegarían al aprobado. Hace ya unos cuantos años que encontré a mi queridísimo J., mi salvador, mi Mesías capilar, el hombre que conoce mi pelo y mis facciones mejor que yo misma. Pero como pasa en tantas relaciones estables, una tiene a veces esa tentación de sucumbir ante la infidelidad, deslumbrada por el brillo de un tirabuzón bien definido en Instagram, autoconvenciéndose de que todo lo ajeno va a ser mejor que ese hombre que te ha acompañado en cada corte durante los últimos 12 años.
Y caí en la trampa, por supuesto.
El marketing curly, el storytelling del rizo
De un tiempo a esta parte, quienes tenemos el pelo rizado nos hemos convertido en un importante foco del negocio estético. Empezó el asunto con el método curly y sus millones de productos sin siliconas, tan milagrosos para nuestro cabello como dolorosos para nuestro bolsillo. Algunos funcionan bien. Muchos, no. Pero eso sí, tienen unos nombres y unos packagings que te los llevarías todos a casa para ponerlos encima de la chimenea. Como si tuvieses dinero para comprarlos o chimenea donde colocarlos. Aspiracionales, siempre.
La evolución natural del mercado han sido las peluquerías especializadas en rizos. ¿Por qué no se les habría ocurrido antes? Supongo que la cosa va de la mano de esta tendencia en alza de reivindicar la autoafirmación y el no-bodyshaming. Aceptarte como eres pero siempre pasando por caja, pagándole a un profesional que te diga la manera correcta de ser tu misma. Las mujeres siempre vistas como una mina de la que sacar pasta a fuerza de cultivar sus inseguridades. Ahora que ya no se lleva lo de freírse el pelo con planchas ni con tintes, toca reivindicar la cana y el rizo, a golpe de talonario.
Yo estoy pasando una temporada rara, inestable a muchos niveles, y este mes, que veía un espejismo de mejora en mi cuenta corriente (espejismo, ya lo he dicho), decidí que a mi autoestima le sentaría bien una sesión de autocuidado, esa palabra tan hortera que cuando estas blandita te la imaginas en forma de peluche al que abrazarte. Quería que me mimasen y que me hiciesen la pelota y claro, eso te lo hace un nuevo amor, no tu peluquero de siempre, que te va a preguntar por tus hijas, por el curro, por tu pareja y hasta por la rozadura que te había hecho aquella sandalia la última vez que fuiste a la pelu. Y con esa esperanza ilusionante de encontrar cariño en las tijeras de otra peluquera, cogí cita en Nubians.
Error 1: No me preguntes que quiero
Llegué a mi hora, las 10.00h, y estaba cerrado. La persona que me abrió, con un cierto aire de fastido, me dijo que me sentara mientras seguía haciendo no sé muy bien qué. Se trataba de una mujer ya de una cierta edad, con el pelo planchado, bastante estropeado por el tinte y recogido en una coleta. Aquello no me dio mucha confianza, pero le di una oportunidad porque, chica, todas tenemos derecho a tener un mal día y aparecer en el trabajo de cualquier manera, y eso no nos quita un ápice de profesionalidad. Venga va, sororidad a tope. Me atendió al cabo de unos 10 minutos sentada. Había otra peluquera y otra clienta. La otra peluquera empezó puntual.
Tras repetir algunos lugares comunes sobre el pelo rizado y un par de alabanzas poco convincentes a mi tipo de rizo, me hizo la gran pregunta:
– ¿Qué te quieres hacer?
Yo le dije que quería un corte cómodo, que mi problema era la falta de tiempo y que quería un corte que me permitiese llevarlo suelto, sin mucho trabajo. Sobretodo que no pudiese atarse, porque en el momento que me llegase para una coleta, me lo ataría y ya teníamos coleta hasta la siguiente visita a la peluquería.
– Enseñame una foto de lo que quieres.
¿Cómo? Mi cara era un poema. Me paso la vida descifrando briefings de clientes que no saben lo que quieren, esa es la esencia de cualquier buen profesional. Yo había sido clara en mis indicaciones. Solidaridad entre las trabajadoras, siempre. Que somos todas clase obrera. Pero hija, desarrolla tu creatividad, que me vas a sacar los higadillos cuando pase la tarjeta. Proponme algo, demuestra lo que sabes. Haz tu trabajo, joder.
Tras unos segundos de tenso silencio y algunos balbuceos, saqué el móvil. No es que no encontrara fotos, es que no quería enseñarle cómo me lo cortaba mi peluquero porque ya veía que no sabría copiarlo y que aquello se dirigía cuesta abajo y sin frenos hacia la catástrofe.
– Si no, puedes entrar en nuestro Instagram y yo lo copio.
Mi miedo iba creciendo. Amiga, conozco las redes. Ni yo soy esa jovenzuela monísima del post, ni tú has hecho ese corte de la foto. Escoger una imagen no es garantía de nada, las dos lo sabemos. Era el momento de pedir perdón por la molestia y salir corriendo. Pero eso es algo que solo alguien muy valiente haría. Yo, no.
– Algo así. – Y señalé a una chica con flequillo rizado y pelo parecido al mío que debía tener 15 o 20 años menos que yo y pinta de que estaría guapísima hasta con la bolsa de las vecinas de Valencia en la cabeza. Crucé los dedos. Hemos venido a jugar, Mayra.
Error 2: Un corte es un corte, no me cobres dos veces
En esta peluquería se han sacado de la manga un sistema genial para duplicar ingresos. Dividen el corte en 2. Al primer corte en seco le llaman CORTE. Sobre eso te cobran 30€ o 40€, en función de lo largo que lo tengas. Pero si luego quieres un corte en condiciones, entonces tienes que hacerte lo que ellas llaman DEFINICIÓN, que incluye trabajar los rizos uno a uno y reajustar la forma, si el primer corte no ha quedado bien.
Spoiler: el segundo corte no mejoró los errores del primero.
La peluquera se zambulló en aquella maraña que traía yo, en pleno temporal de lluvia (haced caso a vuestras abuelas que jamás irían a la peluquería lloviendo, que eso es tirar el dinero). La pobre no hacía pie ante aquella maleza capilar que tenía delante. Metió unos cuantos tijeretazos con poca decisión, mientras a mí se me iba congelando el rictus delante del espejo, enmarcado por bombillitas, a modo de camerino de teatro de varietés. Un auténtico cuadro en toda la extensión de la expresión. Yo respiraba y me encomendaba a Santa Rita, porque aquello ya se me antojaba imposible. Cuando no pudo más, la mujer decidió que ya estaba bien, que a ver si la pila de lavar cabezas hacía efecto bautismal y me liberaba del demonio que ya se veía que me estaba empezando a poseer, entrando por los pies.
ERROR 3: Pon tu mano antes de escaldarle la cabeza a una clienta
Este fue el momento más tenso del día. Había 3 pilas vacías y ella decidió situarme en la de la izquierda del todo. Bien, allí me senté. Parece que regular el plato para que mis cervicales se alineasen con sus manos era una tarea complicada. Tras varios intentos fallidos, decidí aceptar que tendría que dejar el cuello en tensión mientras un chorrito de agua, casi imperceptible pero constante, caía hacia mi espalda. Me había truncado el momento con el que justifico siempre mis visitas a la peluquería: el relax que proporciona que unas manos ajenas masajeen tu cráneo mientras te lavan el pelo. Daba igual. Era eso o pronlongar la agonía subiendo y bajando aquella plataforma en la que había depositado dócilmente mi cabeza.
El agua estaba fría, pero Dios me libre de quejarme. Yo ya solo quería acabar aquella farsa cuanto antes. Asumí que me habían vuelto a timar, que eso con J. nunca me pasaría. Le había sido infiel y lo estaba pagando caro. Carísimo. Quería volver con él, muy fuerte. Y entonces pasó.
– ¡AAAAAAAAAHHHH!!!!
La otra clienta y la peluquera que la atendía se giraron hacia mí al oír el grito. Como si formase parte de un ritual de tortura, aquella mujer me había abrasado la cabeza con el agua a máxima temperatura. Me quedé en estado de shock. Que el grifo estaba roto, que ella también se había quemado la mano para evitar una tragedia mayor. Todo tipo de excusas antes de pedirme perdón, aunque finalmente, lo hizo. Yo no podía pensar, me ardía la cabeza. Visualizaba la rojez aunque me fuese totalmente imposible verla. Empezó a echar agua fría para minimizar la quemazón. Me lavó con un champú refrescante. Todo esto fue rebajando la intensidad del dolor. Yo solo quería salir corriendo.
Aquel incidente supuso un 10% de descuento. Algo menos de 10€, ese es el valor nominal de mi cuero cabelludo.
error 4: la hidratación bien, gracias
En algún momento alguien decidió que yo había contratado un tratamiento de hidratación capilar. Eso puso tierra de por medio entre la que para mí ya era más una verduga que una peluquera. Fuimos cada una a nuestro rincón de pensar; a ella se le bajó el sofoco y a mí, el cabreo.
No obstante, este paso, totalmente innecesario a la vista del resultado final, supuso un incremento de unos 20 0 30€ sobre el presupuesto inicial (que ya estaba en 79€).
Error 5: Shirley temple a los 45
El ratito de hidratación calmó los ánimos y decidí que no tenía más opción que relajarme. Estaba en manos de aquella persona y ya iba a tener que pagar una pasta que no tenía, así que mejor poner buena cara y que ella se sintiese a gusto y confiada, porque tenía mi pelo en sus manos y eso, amigas, puede ser tan peligroso como entregarle a tu primogénita al enemigo.
Empezó a presentarme todos los productos que iba a usar como si se tratase de miembros de su familia que iban a entrar a formar parte de la mía. Nada más lejos de la realidad. Mi primera frase había sido «Quiero un corte cómodo». ¿Qué le hizo pensar que podía destinar más de 10 minutos diarios a mi rizada cabellera? ¿Me ha visto cara de aspirante a influencer? Por si acaso, le dejé claro una vez más que yo no iba a hacer semejante ritual, jamás.
– Bueno, pero el día que salgas, que te quieras poner guapa.
Señora, yo no salgo. No me pongo guapa. Soy un troll, vivo en una cueva, no tengo dinero para comprame 8 botes diferentes de productos supuestamente milagrosos y lo único que quiero es irme de aquí.
Mi expresión seguía rígida. Yo quería darle seguridad, sabía que me iba mi imagen en ello, pero era totalmente imposible. Y yo olía su miedo. Un miedo que se materializaba en las pulsaciones que ella le daba a un pulverizador naranja.
– Es aceite de jojoba, le vendrá muy bien a tus rizos.
En cuanto mis labios perdían la horizontalidad, ella atacaba, dándole al bote. Podía percibir que aquello empezaba a tener un tacto similar a la freidora de un McDonalds.
Iba definiendo tirabuzón por tirabuzón, mechón a mechón. Le reconozco el mérito, es un trabajo muy laborioso, nunca nadie había hecho algo así en mi cabeza. Y juro por mis muertas que nadie lo volverá a hacer jamás.
El resultado fue una especie de escarola informe, compuesta con caracolillos que parecían las espirales de pasta que tanto les gustan a mis hijas. Cometí el error (o el acierto) de no inmortalizar el momento.
– Tienes un rizo muy bonito.
Lo sé, no necesitaba pagar 100€ para corroborarlo.
Me quedé mirando al espejo con cara de poco convencimiento. Habían pasado 2 horas desde que empezamos y la peluquería estaba llena. Mi descontento no les venía muy bien y creo que no se fiaban mucho de que no dejase patente que aquello no me había gustado nada. Todas las trabajadoras vinieron a alabar el buen trabajo de su compañera. En parte para reafirmarla a ella, en parte para consolarme a mí. Allí, de pie, petrificada, no sabía si quedarme y dar dos gritos, o salir corriendo.
– Tal vez lo querías más corto.
– Sí, igual sí.
– Si quieres pasar en unos días, cuando te acomodes al nuevo peinado, puedes venir y te lo arreglo sin coste.
Ahí una de las chicas más jóvenes estuvo más avispada.
– Yo que tú aprovecharía ahora para retocártelo, que luego te va a dar pereza.
En ese momento ya tenía a casi todas las personas presentes en la peluquería rodeándome y escrutando mis movimientos.
– Sí, mejor.
Me quité el abrigo y me volví a sentar, obediente. Me rendí ante la evidencia de la gran cagada. Me quitó algo de pelo de los laterales. Había más pelo en un lado que en otro, pero ya no quise pelearlo. Aquello no tenía arreglo.
Error 6: el presupuesto desglosado
Al ir a pagar, mi descontento era más que palpable. La señora me pidió perdón de nuevo por el incidente y lo cifró en un 10% de descuento. Menos da una piedra. Yo solo quería llorar. Pero puse carita de buena y no dije nada.
– Pues serán 79€ del corte, lavado y definición y bla, bla, bla de la hidratación y te vamos a hacer un 10% de descuento por el incidente. En total bla, bla, bla euros.
He tenido que mirar el cargo del banco para saber cuánto costó. 91,10€. Saqué la tarjeta y pagué diligentemente. Sobre el mostrador había un libro de visitas. Un lugar precioso sobre el que haber estampado alguna grosería que advirtiese a posibles futuras víctimas. Pero seguro que lo hubiesen arrancado. Y yo solo quería irme y llorar por las calles de Malasaña.
Cuando salí, estaba lloviendo. En condiciones normales hubiese aprovechado para tomar un café con amigos, ir a alguna librería, disfrutar de mi relajada mañana de asueto, mal llamado autocuidado. Pero me moría de la vergüenza de que me viesen transformada en romanescu, y tener que reconocer que había pagado un pastizal y dos horas de mi vida por aquello.
Mi error: poner una crítica benevolente
Cuando llegué a casa, ya me estaba esperando un mensaje para dejar una reseña a través de Treatwell. Siempre es un error responder en el momento. Hay gente que en caliente, está enfadada y dice cosas subidas de tono que en realidad no quiere decir. A mí me pasa al revés. Tiendo a evitar el conflicto y quise ser excesivamente correcta. Valga este post eterno para enmendar un comentario poco reflexionado y excesivamente bienintencionado.

Conclusiones después de una semana
Durante toda la semana, intenté hacerme con el control de mi propio pelo. Juro que lo intenté. Incluso con la ayuda de mi hija mayor. Compré un secador especial para pelo rizado, compré productos nuevos. No hubo manera.
En seco, tenía más pelo de un lado que de otro. Al hacerme una coleta, un lado llegaba a la goma del pelo, el otro no, colgando por delante de la oreja y teniendo que recogerlo con un gancho, porque la oreja no podía sujertarlo. El flequillo me tapaba los ojos de una manera bastante absurda, pero tampoco alcanzaba para ser recogido detrás de la oreja.
Me daba mucha vergüenza llamar a J. y decirle que le había puesto los cuernos y que me habían timado vilmente. Que si podíamos arreglarlo, que me ponía en sus manos. Que hiciese de mí lo que quisiese. Una semana después de aquel desaguisado, tras ponerme todo tipo de pringue con el apellido curly, no pude más y le escribí desesperada. Este era mi aspecto a la semana siguiente, un lunes a las 7.30 de la mañana:

Esta es la foto que le mandé a J. Cualquier calificativo se queda corto. No me voy a parar en los detalles. Ya véis que no hay volumen arriba, que hay más pelo en la parte derecha de la foto que en la izquierda. Que parezco una seta, siendo generosas.
Por supuesto, como caballero gallardo que acude al rescate de su dama, me dio cita veloz y arregló aquello con rapidez y determinación en el corte.

Uno de mis pocos aciertos en toda esta aventura fue pedirle a la señora que me cortase poco. Eso le daba margen a J. a desfacer el entuerto. Y como siempre, me hizo un corte fantástico, de los que crecen bien, sin abusar de productos que engrasan el pelo y fastidian mi cuero cabelludo, porque tengo bastantes problemas de piel que cualquier buen profesional puede identificar nada más apartar un poco de pelo.
Así que de todo este periplo saco unas pocas conclusiones que dejo por si a alguien le sirven de consejo para evitarse este agobio del primer mundo que he vivido yo esta semana:
- Un corte de pelo es como la ropa, tiene que encajar con tu estilo. Igual que no te comprarías ropa en todas las tiendas, tampoco deberías pensar que puedes cortarte el pelo en todas las peluquerías.
- Si ves una pelu en redes y te llama la curiosidad, lee todas las reseñas y mira con detalle las malas. Amigas que nos pongan buenas críticas, tenemos todas.
- Pide siempre el presupuesto cerrado de lo que van a haceros. A poder ser, por email, para que no haya sorpresas.
- Si tienes un peluquero o una peluquera de referencia, cásate con él/ella y nunca le pongas los cuernos.
- Y, en general, no te fíes de las redes, del storytelling, ni de las estrategias de marketing. Fíate de tu intuición, levántate a tiempo y vete. El cliente siempre tiene la razón. O cuanto menos, la potestad de decidir lo que quiere hacer con su pelo.
Deja un comentario