Yo fui una niña sin fotos. A mi padre nunca se le dieron bien las máquinas. No se manejaba con la cámara. El enfoque manual se le escapaba y mis escasas fotos de infancia están casi todas borrosas. Mi madre tampoco mostraba mucho interés por la fotografía. Cuando yo tenía un año y medio, mi padre estuvo muy grave y pasó semanas y semanas en el hospital. Mi madre me sacaba fotos con una polaroid y se las llevaba, para que viese cómo iba creciendo. Esas fotos sí tienen más nitidez, pero con los años, se van borrando. Aunque las he escaneado para conservar alguna copia, me temo que poco a poco se irán desvaneciendo, virando hacia ese color amarillo que neutraliza todo en este tipo de instantáneas, hasta que cada momento de mi infancia sea solo una mancha. Algo parecido a lo que pasaba en la cabeza de mi padre con el Alzheimer. La enfermedad fue avanzando hasta transformar sus pensamientos en una masa informe. Hasta que el cerebro olvidó dar la orden de respirar.
Mi padre murió hace un año y pocos días. No ha sido un año fácil, por muchos motivos, no exclusivamente por el duelo, aunque la mayoría hayan estado vinculados a él. La ausencia del cuerpo, cuando hace tanto que se ha perdido la conciencia, supone inicialmente un alivio. Es con el paso de los meses, que todo se va recolocando y ese cuerpo ya no ocupa un espacio ni requiere de la alerta constante, cuando se siente el vacío y se puede volver a la persona que había dejado de habitar aquella cabeza.
Nunca nos llevamos bien. Fue, como tantos padres de su generación, un padre ausente y autoritario, pluriempleado, cansado y poco dado al juego y a dejar volar su imaginación, las cosas que realidad nos importan cuando somos niñas. Fue un padre aburrido los días buenos, cuando no una figura de autoridad a la que tener más miedo que respeto. Y sin embargo, siempre sentí de que alguna manera inexplicable, él me quería. Eso es extraño, porque una piensa que el amor debería acortar la distancia de la diferencia. Y no, nunca fue así. Él siempre esperó de mí hazañas que ni remotamente pasaron jamás por mi mente. Defraudé a mi padre con cada decisión que tomé en la vida y sin embargo, cuando me veía levantar la cabeza después de haberme metido en lo que para él era el lodazal más infecto, respiraba aliviado y satisfecho. Y me miraba con los mismos ojos de alivio con los que me miraba cuando ya no podía hablar y me veía entrar por la puerta.
Durante este año, después de haber maldecido la enfermedad día tras día, he pensado mucho en que tal vez los dos necesitábamos este final. Como si todo ese tiempo que no pasamos juntos, que no nos cuidamos, que no nos entendimos, la vida nos obligase a compensarlo. Él necesitándome a mí, yo atendiendo la llamada de aquellos ojos saltones que miraban sin ver.
Cuidar a un dependiente es agotador y desesperante. Por malo que sea, el presente siempre es el mejor estado posible. No hay lugar para la esperanza. No hay posibilidad de mejora. Cada paso hacia delante es un paso hacia la nada y ambos, cuidadora y dependiente, sabemos qué es lo que hay al final de ese camino. Vivir los últimos días de una persona que no reconoce, no habla y no se mueve, es un reto emocional y físico. Una cadena de renuncias: dejar a un lado el trabajo, arrastrar en la vorágine a tu pareja, quitarle tiempo a la crianza, olvidarse de la vida social, reducir a los amigos a voces al otro lado del teléfono. Aparcar el presente por alguien para quien no existe el futuro. Puede parecer absurdo e innecesario. ¿Por qué invertir tanta energía?¿Por qué no dedicar tiempo a la vida y no a la muerte? Morirse, muchas veces, requiere mucho tiempo. Paciencia. Aceptación. Y la vida, son los procesos. Aprender de lo aparentemente improductivo. Observar cómo se cocina el final para entender qué ingredientes necesita nuestro presente. Acompañar en el dolor. Tocar y oler eso que algún día seremos.
Hay mucho de físico en la dependencia. La gestión de la fuerza y la del asco. No es verdad que el amor lo pueda todo. Un cuerpo viejo y enfermo es realmente asqueroso. Pero es parte del proceso. Se vive y se asume y se avanza con ello. Me resulta francamente hipócrita quien se escuda en no querer ver la decadencia de una persona porque prefiere recordarla como era cuando estaba bien. No es cierto. En el mejor de los casos, esta actitud esconde el miedo ver en el otro el deterioro físico que nos aguarda a todos en el horizonte. En el peor, se trata de absoluto egoísmo. Vivir el final de mi padre me ha hecho rescatar cada momento bueno con mayor intensidad. Si puedo recordar quién fue es precisamente por haber vivido con él hasta su último aliento. Ha sido un camino durísimo de reconciliación y complicidad. Para mí, y también para mis hijas y para mi pareja. A cambio de tantas limitaciones, la enfermedad nos devolvió un padre sin complejos, un abuelo generoso, un suegro agradecido.
Me aterra pensar que puede que esté genéticamente programada para acabar como mi padre. No quiero imaginar que ese vaya a ser mi final y me resisto a verme como una carga para mis hijas, o para mi pareja, o para la gente que me quiere. Evidentemente, no creo en el destino. Cuidar a mi padre no era algo que estuviese escrito en ninguna parte. Lo que pasa, si se llama Alzheimer, no conviene. Es una auténtica putada y nadie debería pasar nunca por ello. Pero en mi línea de vida, la enfermedad ha ayudado a cerrar un capítulo importante de mi historia. Pasado un año y reposados los esfuerzos realizados, todo cobra otro sentido. Los cuidados cobran sentido. En una sociedad que nos obliga a externalizar el dolor y a delegarlo en personas más precarizadas que nosotras, en pos de una vida construida sobre sonrisas postizas, casi siempre maquilladas con la brocha del capitalismo lowcost, cuidar y cerrar heridas es un auténtico lujo. Es ese pequeño giro del enfoque manual que les faltaba a mis fotografías para que pudiesen verse nítidas. ¿Ves, papá? Nos costó, pero aprendimos a usarlas. La cámara y la vida.
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