Cuando Silvia Nanclares me propuso inaugurar nuestro club de lectura con El lugar, de Annie Ernaux, lo primero que pensé es que no sabía lo que se hacía. Que no como podía saberlo. Que, en aquel momento, yo podía ver mucho más allá de lo que ella estaba viendo. Tenía más información que ella sobre el público que iba a acudir a aquella sesión. Les conozco desde siempre. Conozco sus historias, las de sus madres y padres, las de sus hermanas y hermanos. Muchas se entrecruzan con la mía. Es lo que pasa en los pueblos.
Ella me había propuesto varios libros antes de decidirnos por ese. Quería hablar de feminismo y de maternidades y escogió El lugar, planteándome la idea de hablar de estos temas desde la posición de una hija. Desde la «hijitud», recuerdo que dijo. Antes de aceptar su propuesta, miré si el libro estaba disponible en alguna biblioteca dentro del Catálogo de la Red Electrónica de Lectura Pública Valenciana porque una de las características de nuestro club es que traemos los ejemplares desde otras bibliotecas para que, quienes quieran participar, no se vean en la obligación de comprar los libros. Fue como una epifanía: los libros estaban en la biblioteca de Villena, a escasos 20 kilómetros. El azar jugaba a nuestro favor y nos allanaba el terreno para un viaje interior en colectivo que prometía muchas curvas.
Acepté enseguida su propuesta y nos pusimos a trabajar. Hice partícipe a Silvia de lo variado que era nuestro grupo y de las características de algunos de sus perfiles. Y a pesar de haberle dado algunas pistas, seguía convencida de que Silvia no era consciente de la bomba que había programado poniendo en nuestras manos ese libro en concreto.
Lo que pasó el viernes fue tan emocionante que me cuesta encontrar las palabras adecuadas para describirlo. Si algo me gusta de Annie Ernaux es precisamente eso, que cuando leo sus libros siento que consigue poner palabras a sentimientos que yo nunca habría sabido materializar. Y esa es la sensación que compartimos el viernes. Porque empezamos a reconstruir un pasado común, a identificar las heridas de quienes nos criaron para darnos las oportunidades que ellos no tuvieron y protegernos así de la miseria. Porque efectivamente, venimos de la miseria. De madres y padres, abuelas y abuelos, que vivieron con hambre y con frío, sin luz ni agua corriente, campesinos sin tierras con sueldos míseros y sin derechos laborales, que quedaban a merced de la buena o mala voluntad de los propietarios de las casas en las que trabajaban y vivían, a quienes llamaban amos, sin reconocerse como esclavos pero temiéndoles más que respetándoles, por pura supervivencia. La mayoría dejaban de estudiar a los 9 años, cuando hacían la Primera Comunión, y empezaban a trabajar. Los chicos, en el campo o con el ganado, y las chicas, como criadas, dedicándose a las tareas domésticas. Los que tenían menos suerte empezaban de pastores con 6 o 7 años. Era lo que se conocía como «poner al chiquillo en amo» y se hacía cuando se era tan extremadamente pobre que, para tener una boca menos que alimentar y, al mismo tiempo, asegurar el pan de la criatura, se le mandaba a vivir y a trabajar en otra casa por poco más que la comida y la cama. Esto era la España de la primera mitad del siglo XX. Cuando una lee El lugar, identifica rápidamente esa referencia que hace Ernaux al estilo de vida medieval de sus abuelos porque los nuestros también tuvieron esas vidas. Y mi padre. Y mi madre. Y como los de Ernaux, salieron escopeteados, donde pudieron, buscando para sus hijos un futuro mejor, alejado de todo aquello que les recordase al campo y sus penurias. Recuerdo querer aprender a coser de pequeña y que mi abuela me dijese: «Aprende para entretenerte, pero lo que tienes que hacer es estudiar mucho y ganar dinero para comprarte ropa bonita. Y que la cosan otras».
Nuestras abuelas crecieron siendo continuamente despreciadas por quienes les malpagaban. Con el martilleo constante de que su trabajo y sus saberes apenas tenían valor. Qué gran mentira y, sin embargo, cómo ha calado en nuestras sociedades. Tanto que seguimos desdeñando los cuidados y a quienes nos cuidan, los alimentos y a quienes nos los proporcionan, los vestidos y a quienes nos los cosen. Valoramos las ideas, los conceptos, la originalidad, el pensamiento. Y denostamos el trabajo de quien pone las manos y el cuerpo entero para que no tengamos ni el frío ni el hambre del que nuestras abuelas quisieron protegernos.
Siento que el viernes, usamos el libro de Annie Ernaux como ouija y a Silvia como medium, para reconocernos entre nosotros, más allá de lo que ya nos conocemos desde hace años. Fuimos capaces de identificar (y me gustaría pensar que también de empezar a curar) las profundas heridas emocionales de las generaciones que nos trajeron hasta donde estamos y han marcado nuestras infancias. Fuimos testigos de cómo las generaciones más jóvenes han tomado conciencia y sacan pecho por quienes les han hecho de puente y sostén hasta llegar a la universidad, a hablar idiomas, a viajar, a tener los derechos que no tuvieron sus predecesoras. Qué hermoso ver ese orgullo que a nosotras a su edad nos costaba tanto.
El viernes quedó patente que tenemos un bagaje muy distinto a quienes crecieron en familias urbanas. Y que lo hemos ocultado muchas veces. Cuando Silvia citó la película «Los años de Super 8», haciendo referencia a las cintas de super 8 que muchas familias «tenemos»/tienen en casa, nos miramos como si nos estuviera hablando en otro idioma. Nadie en la sala tuvo nunca un super 8. Probablemente había gente que no sabía ni lo que era. Probablemente ella se dio cuenta cuando tuvo que repetirlo un par de veces. Esas cosas pasaban en las ciudades, en familias o barrios mínimamente acomodados. Yo me crié en un barrio obrero de Valencia y tampoco recuerdo que ninguna de mis compañeras del cole tuviera. En cambio, todos mis novios han tenido esos vídeos mudos de sus infancias. De eso, en Fontanars, no había. Los primeros documentos audiovisuales, los grababa un cura que llegó a finales de 1988. Lo recuerdo porque fue el año que tomé la comunión y nos tocó preparar la bienvenida del nuevo párroco. Como era el único que tenía una cámara, grababa las fiestas y si querías una copia, se la pagabas y te daba dos cintas de VHS. Luego te tragabas 4 o 5 horas de vídeo para verte a ti y tus amigas apenas 3 o 4 minutos, distribuidos por todo el metraje. Sin cortar, claro. Antes que eso, los únicos vídeos que podías grabar eran de la tele.
Todo eso no lo contábamos cuando llegábamos a la universidad. Como a Ernaux, nos daba vergüenza estudiar becadas, decir que tenías que volver al pueblo porque te tocaba vendimiar, recoger aceitunas o almendras o que en tu casa había matanza ese fin de semana y te tocaba ayudar. Escondimos durante años parte de nuestras vidas y llegamos a los lugares que parecían estarnos vetados. Pensábamos que lo habíamos logrado. Con el tiempo, conseguimos trabajar codo con codo con compañeros que tenían larguísimos apellidos compuestos que habíamos estudiado en libros de Historia, gente que había hecho másteres en Estados Unidos cuando nosotras apenas habíamos cogido un avión para ir de Erasmus (las que tuvimos más suerte), aprendimos lo que era un doctorado y supimos que igual, algún día, podíamos aspirar a ello. El desclasamiento era descubrir que otro mundo era posible. Solo tenías que aprender a moverte con cierta soltura y hacer como que pertenecías a él. Pero no tardaron mucho en llegar otros techos, no sé si de cristal o de hormigón, porque tampoco eran tan invisibles. Y nos reconocimos como mano de obra barata para un sistema que solo quería más y más obreros baratos, más cualificados, mejor formados y con otras capacidades, pero obreros precarios, al fin y al cabo. Mano de obra que permitiese a los de arriba mantenerse donde siempre estuvieron. Puede que alguno de nosotros tenga suerte y encuentre la grieta por la que colarse en el siguiente nivel. Tal vez ese encuentre la manera de desclasarse de verdad. Pero está claro que por esa grieta, no entramos todas.
Puede que Annie Ernaux sea un mal bicho al que no pueden ni ver en su pueblo. Puede que airear sus intimidades con ese lenguaje depurado, aséptico y, a la vez, lacerante, sí responda a algún rasgo de su personalidad, y no sea sólo fruto de la intención de poner el foco en los hechos y no en la forma de contarlos. Ni lo sé, ni me importa. Es una de mis escritoras favoritas y ha conseguido su objetivo: hacer de su historia personal una narración de lo colectivo. Para mí, para quienes participamos en Llibres i vins el viernes pasado, El lugar, de Annie Ernaux fue el espejo que nos ha devuelto una fiel imagen de lo que somos, de lo que hemos sido, de lo que han sido quienes nos han traído hasta aquí.
Cuando tras su propuesta, pensé que Silvia no sabía lo que se hacía y yo sí, me equivocaba. Yo tampoco podía imaginar que la lectura en común de esas ciento veinte páginas que ya había leído hacía un par de años, pudiese crear toda la energía que se generó el viernes. Hemos conseguido consolidar un club de lectura en un pueblo de 900 habitantes con una sola sesión. Y hemos creado un espacio a partir del cual construir, investigar, aprender y tratar de encontrar una voz propia. A nuestra medida y a nuestro ritmo. Desde nuestra realidad y desde lo común. Una voz que tenga entidad en esos espacios en los que una vez nos tocó adaptarnos y negarnos a nosotras mismas, por miedo y por vergüenza. Una voz que para salir del armario social y reivindicar la parte de realidad que nos corresponde, lejos del costumbrismo y del modelo extractivo que nos está aniquilando como sociedad. No somos meros proveedores de alimentos, energía, paisaje o descanso para las ciudades. No somos un decorado de fin de semana o de vacaciones, que desaparece cuando alguien se mete en la autovía. Sin embargo, no habíamos encontrado aún la grieta que nos permitiese hacernos visibles para el sistema. El viernes pasado empezamos a ver un poco de luz al otro lado de una pequeña fisura. Somos más de las que parece y no cabemos todas por esa rendija. Pero ahora tenemos un lugar desde el que seguir picando.
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