Hoy he hecho una encuesta sobre el coste de la conciliación que me ha enviado una amiga. Era, como casi todas, una encuesta tramposa. Primero porque la organiza una entidad que se presenta como activista por las madres mientras organiza, entre otros eventos más o menos cuestionables, concursos en colaboración con grandes marcas que poco interés pueden tener en luchar contra el capitalismo, que es le que realmente nos cruje a las madres. Entiendo que todas tenemos que ganarnos la vida, pero el día que vi una publicación en Facebook invitándome a participar en el sorteo de un colchón apelando a la necesidad de descanso que tenemos las madres, decidí que aquello no era para mí y dejé de seguirles. Y segundo porque sinceramente, la ejecución era bastante burda. Intuyo que el resultado era más o menos el mismo para todas las participantes. E intuyo también que hay más interés por nutrirse de testimonios y utilizarlos en la generación de contenidos para seguir alimentando a la bestia, que en obtener datos estadísticos fiables. Porque el resultado final ha sido suficientemente vago y ambiguo como para encajar en la existencia de cualquier mujer o incluso, por extensión, de cualquier ser vivo, diese la respuesta que diese. Creo que si el poto que tengo colgado en la cocina pudiese hablar también me diría que echar unas hojitas más le ha supuesto una merma de oportunidades, le ha dejado sin tiempo para él y ahora siente una enorme carga mental sobre sus raíces. Aunque en una cosa, sí coincidimos, la conciliación es una trampa. La jornada reducida es el primer paso para frenar, cuando no degradar, la carrera profesional de cualquier mujer, por muchos méritos que haya acumulado a lo largo de la misma. El autoempleo es, en demasiadas ocasiones, una invitación a la precariedad presentada bajo el bonito envoltorio de ser la única administradora de tu propio tiempo. Y así, una por una, todas las opciones que no sean deslomarte y estar disponible 24/7 para una empresa que jamás se acordará de ti cuando cuando estés a punto de morir o acompañando a un ser querido en sus últimos minutos. Lamentablemente, poca gente lo ve antes de los 40, cuando la mayoría de las personas adultas ya le hemos regalado nuestros años más productivos a un sistema que, más o menos a esa edad, nos da la patada.
Efectivamente, el capitalismo es la trampa. La putada es que vivimos dentro. Necesitamos dinero casi tanto como necesitamos oxígeno (algunos mucho más y ahí ya se complica la cosa, pero ese es otro tema). Pocas personas están preparadas para vivir fuera del sistema. Yo, la primera. Algunas lo intentan y es muy loable. Hace poco escuchaba el caso de Fraguas y sentía envidia sana y, al mismo tiempo, una pereza infinita. No me gusta cultivar y me dan bastante asco las gallinas. Me gustaría que me gustasen, a lo mejor en algún momento de este proceso de decrecimiento, medio forzoso, medio autoimpuesto, en el que me encuentro inmersa, consigo que me guste trabajar el campo. Pero ahora mismo, no. Y menos aún hoy, que a mis 42 años me ha dado un latigazo en la espalda que me ha dejado como si me hubiese tragado una escoba.
Mi madre nació en el campo. También mi tío, su hermano. Y mi abuelo, el padre de ambos. Todos en la misma casa, a la que llegó mi bisabuelo para trabajar, calculo que sobre 1900, porque mi abuelo ya nació allí en 1905. A esa casa llegó la luz eléctrica en 1972. Mi madre se casó en 1967, así que vivió toda su infancia y su juventud a la luz de una lámpara de aceite. El agua corriente no sé exactamente en qué fecha llegó, pero sé que cuando mi madre y mi tío eran niños se lavaban con el agua del pozo. Al lado había una pila para lavar la ropa con un caño, que cuando yo era pequeña ya no se usaba pero seguía teniendo agua. La recuerdo como el agua más fría que he tocado nunca.
La relación de mi familia materna con el campo es contradictoria. Por un lado, tienen un amor muy arraigado por la tierra y por los procesos naturales. Por otro, no dejan de identificarlo como algo menor y sin importancia, en lo que los jóvenes no deberíamos ahondar porque el progreso se mueve en dirección opuesta. He vivido siempre con la certeza de que para ellos sería un fracaso que mis hermanos o yo nos hubiésemos dedicado a lo mismo que se ha dedicado toda mi familia hasta nuestra generación. Eso está bien para ellos, que no tuvieron otra opción y lidiaron con lo que había, pero no para nosotros, porque si para algo han trabajado es para que nosotros no tuviésemos que vivir ni con el frío de aquel pozo ni con el cansancio de lavar en aquella pila.
El campo siempre ha sido en sus cabezas algo de lo que hay que huir. Y así nos han educado, en un triste ejercicio de negación propia que duele mucho cuando llegas a ser consciente de lo que realmente supone. Lo retrata muy bien María Sánchez en su libro Tierra de mujeres. La idea de que en los pueblos no hay nada que hacer, de que la única manera de prosperar está en las ciudades. Esto no es nuevo. Desde el momento en el que en la antigua Grecia, el comercio sustituyó a la agricultura como primera fuerza económica, la ciudad se convirtió en el centro económico del Imperio. Esa visión absolutamente extractiva del medio rural, cuya existencia solo se justifica en la medida en que puede proporcionar a las ciudades alimento, energía o descanso. El lenguaje siempre delata: explotación agrícola, explotación ganadera, explotación forestal. Y por supuesto, para no ser explotado, solo se puede ser explotador. La manera de lograrlo era marchar y tratar de hacer fortuna. Primero en un barrio de aluvión y luego, poco a poco y si había suerte, ir medrando y ocupando espacios más prósperos.
Esto ha sucedido durante siglos. Mi generación ha crecido a la sombra del desarrollismo franquista, de todos esos abuelos y abuelas, padres y madres, que emigraron a las ciudades empujados por la falta de oportunidades en el campo y atraídos por los destellos de la industrialización. Se instalaron en barrios en los que apenas había servicios y empezaron con trabajos en condiciones que ahora serían a todas luces ilegales. Algunos tenían conciencia de clase y se organizaron en sindicatos o asociaciones vecinales y consiguieron grandes victorias sociales en favor del bien común. Otros únicamente luchaban por mejorar las condiciones de vida de sus familias. Pero todos se dejaron la piel pensando en que la siguiente generación tuviese el camino allanado. Error. Obviaron, como las madres que responden a la encuesta, que la trampa es el capitalismo.
Hablamos de conciliación, de precarización, de gentrificación. Da igual. Todo son sinónimos de expulsión. El ascensor social nunca existió. Si algunos creían prosperar era porque ocupaban espacios que a otros ya no les resultaban interesantes y no porque se hubiesen puesto al nivel de quienes estaban por encima. Pero nos lo creímos. Todas esas personitas que pueblan (hemos poblado alguna vez) cada planta de cada rascacielos de cada gran empresa de cada gran ciudad, piensan que algún día serán ascendidas, que habrá puestos superiores para todas ellas. Solo tienen que trabajar horas y horas y horas y esperar que se dé el momento idóneo. Necesitan creer esto porque saben que no podrán mantener sus puestos tal como están, aunque su objetivo no sea aspirar a puestos más altos y deseen llegar a la jubilación desempeñando el mismo trabajo que tienen ahora. Saben que si no logran ascender, el sistema les dará la patada cuando sean demasiado viejas o pidan un aumento de sueldo acorde al coste real de la vida. Lo piensan porque saben que ascender es la única manera de poner en valor su experiencia dentro del engranaje capitalista. Porque si no ascienden, vendrá alguien más joven, con más ganas y sin remilgos para aceptar condiciones peores. Es cruel pero vivimos con ello asumido. Es el mercado, amigo.
Usar la conciliación familiar o cualquier otra lucha social para convertirla en una marca comercial, además de triste, es absolutamente contraproducente. Lo único que hace es reforzar el capitalismo. Convencernos a las mujeres de que reivindiquemos nuestro derecho a estar presentes en espacios estructuralmente machistas y basados en modelos de consumo que explotan a quienes tienen menos recursos no va a hacer que ninguna mujer viva mejor. Ni siquiera quienes ponen en marcha estas iniciativas, aunque ellas mismas no puedan, en el corto plazo, visualizar el efecto rebote de sus acciones. Pan para hoy y hambre para mañana. El capitalismo ya nos ha demostrado demasiadas veces que cualquier intento de combatirlo desde dentro, por bienintencionado que sea, acaba siendo fagocitado. Y si no se puede desde dentro, no nos queda más remedio que atacarlos desde la periferia. Unámonos e instalémonos pues en la periferia, si es que alguna vez las mujeres hemos dejado de habitarla.
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