Conversaciones de coche

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Vuelvo a conducir. Aunque me cuesta mucho, poco a poco, voy cogiendo soltura. Estoy haciendo prácticas con un profesor de autoescuela para sentirme más segura a la hora de practicar ciertas maniobras o de aparcar. Como en el pueblo donde vivo no hay autoescuela, bajo con alguna amiga a una autoescuela en el pueblo de al lado. Y aprovechamos el trayecto de apenas media hora para hablar. Hemos encontrado en estos breves viajes unos momentos inesperados de intimidad que nos alivian del ajetreo día a día. Una grata sorpresa.

Mis amigas y yo tenemos todas más de 40 años. Hemos tenido trayectorias dispares. Yo nunca había vivido en el pueblo hasta ahora, solo durante los veranos. No compartimos muchos de nuestros gustos y hace tiempo que dejamos de intentar explicárnoslos. Nos queremos de otra manera. Con los amigos que ido haciendo de adulta comparto lo que mucha gente consideraría que son las cosas importantes de la vida, lo que me define como persona: convicciones políticas, criterios morales, intereses culturales, gustos estéticos. A lo largo de mi vida, a medida que iba conociendo gente, se iba definiendo en mi cabeza el tipo de persona que quería llegar a ser, lo que considero correcto, dónde pongo los límites de lo que para mí es tolerable. Sin embargo, cada vez estoy menos segura de haber llegado a ser esa persona que en algún momento he querido creer que era. Ahora que vuelvo a mis orígenes, me doy cuenta de que estoy más cerca de esto de lo que he pretendido siempre.

En el coche podemos hablar de todo. No hay niños que interrumpan, ni oídos entrometidos que escuchen lo que no deban. El tema recurrente es la falta de tiempo y, según el día, a qué parte de nuestras vidas ha afectado esa carencia durante la semana. Muchas veces tiene que ver con el cuidado de nuestros hijos o de nuestros mayores, que nos quitan la independencia y la paciencia a partes iguales. Otras, con nuestras parejas, que perdidos en las rutinas se van convirtiendo en desconocidos viviendo bajo nuestro mismo techo, tachando tareas de listas comunes. Y muchas, las que más, tienen que ver con nuestra necesidad siempre insatisfecha de cuidar de nosotras mismas, de nuestros cuerpos y de nuestras cabezas. Nos vamos resquebrajando con los años y no es solo por causas naturales, que también, sino por este sistema perverso que nos arrastra hacia una vejez que, lejos de ser ese remanso de paz y descanso que soñábamos cuando de pequeñas veíamos Las chicas de oro, nos plantea un horizonte oscuro, incierto y temido.

Hace tiempo que nos dimos cuenta del engaño de la liberación femenina, de que ser mujeres profesionales y a la vez criar hijos, mantener siempre viva la chispa con nuestras parejas y mantenernos física y mentalmente saludables, era demasiado equilibrismo para cualquiera de nosotras. Nos conformamos con ir un poco más allá de lo que consiguieron nuestras madres, ser profesionales, estar sanas, mantener con vida a nuestros hijos y que no nos odien cuando crezcan, llegar a fin de mes, no engordar más allá de los excesos navideños y llegar a la menopausia con una cierta estabilidad física y mental. No son grandes aspiraciones, pero solo cumplirlas ya es todo un reto.

Lejos de la gran ciudad, vuelvo a hablar con mujeres que hablan mi mismo idioma. A veces siento que, en mi peregrinar por el mundo, he querido saltarme una generación y la vida me ha recolocado en el lugar que me corresponde. Otras, en cambio, me siento afortunada de haber vivido entre dos mundos tan distintos desde dentro. Como todo, depende del día. Echo mucho de menos a mis amigos de Madrid y de Valencia. Echo de menos los conciertos, los teatros, los cines, las librerías, los bares. Y compartir con gente querida tantas horas de conversaciones en todos estos sitios. Y sin embargo, ahora, lejos de todo aquello, siento que la vida de verdad, se parece más esto. Que toda este envoltorio cultural se ha acabado convirtiendo en un simple disfraz del capitalismo despiadado que nos está destruyendo a todos. Que el auténtico decrecimiento que ha de salvar el planeta, es imposible en las ciudades. ¿Cómo van las ciudades y sus habitantes a renunciar al sistema de las sostiene?

Sin embargo, todo esto sucede solo en mi cabeza. La triste realidad es que el sistema nos está consumiendo y agotando también a nosotras, aquí en el campo. En lugar de reivindicar nuestro papel protagonista en este cambio, nos empeñamos en seguir buscando las falsas bondades de la vida urbana. Buscamos comodidades y productos consumibles de los que carecemos, en lugar de disfrutar de los que tenemos y exportar hábitos saludables que estamos perdiendo a medida que van muriendo generaciones de ancianos. Furgonetas de repartidores traen todos los días productos mucho menos urgentes de lo que queremos creer. Nos llegan a los comercios locales uvas sin pepita procedentes de Perú mientras tratamos de convencer a quienes no los conocen de la excelente calidad de nuestros vinos. Nos empeñamos convertir en foco turístico zonas ricas en serenidad y silencios. Seguimos tendiendo a la gentrificación allá donde vamos. Mal que nos pese, es así, somos elementos gentrificadores, destructores de hábitats que todavía mantienen sus equilibrios, cuerpos extraños parasitando naturalezas bien proporcionadas.

Y mientras el mundo se va al traste, cada vez de una manera más acelerada, nosotras nos conformamos con esa media hora de charla en el coche, de sororidad bien entendida, de compartir y sentir que no estamos solas. Nos quitamos las caretas de las redes y el disfraz de madre de familia o el de profesional satisfecha y volvemos a ser nosotras, mujeres con nuestras fortalezas y debilidades, mujeres que necesitamos saber que hay alguien al otro lado a la que también le pasan cosas parecidas a las que nos pasan a nosotras. Que no estamos solas. Y, sobretodo, que no estamos locas. Tal vez solo estemos dando el primer paso.

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Mi trabajo me obliga a observar y a analizar los comportamientos de las personas. Ver, oír y anotar. Normalmente, lo hago hacia fuera. Este blog nace como resultado de hacerlo hacia adentro.

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