Como era de esperar, no he conseguido escribir en el blog con ninguna regularidad. No soy una persona metódica y tampoco los tiempos que corren son buenos para imponerse nada. Pero sigo escribiendo, que ya es algo. Vivo en un pueblo de 900 habitantes del que apenas salgo para ir a cuidar a mi padre, a quien tengo que ayudar a levantarse de la cama o de la silla y que la mayoría del tiempo no sabe ni quién soy, así que tampoco me pasan cosas demasiado reseñables. Hace poco escuché a una guionista de televisión decir en la radio que el confinamiento había sido muy complicado para su trabajo porque ella se alimenta de las historias que se imagina a partir de lo que ve en la calle o de lo que le cuentan sus amigos y que claro, con las limitaciones sociales, no podía nutrir su creatividad. Tiene razón, pensé. Por suerte, como no me gano la vida contando historias y ya he dicho en otros posts que me quedo con la parte terapéutica de la escritura, esto no me afecta demasiado.
Antes de venir a vivir al campo, mi psicóloga me habló del ruido que tenemos en nuestras cabezas quienes hemos crecido en una ciudad. Sin ser demasiado conscientes, vivimos constantemente hiperestimulados y eso nos impide desconectar completamente del mundo. Me lo explicaba por oposición a cómo había crecido ella, criada en un pueblo pequeño, cerca de un desierto. Decía que ella era capaz de crear el silencio, la nada, en su cabeza. Algo impensable para cualquier urbanita de nacimiento. Yo nunca lo he conseguido, ni siquiera las pocas veces que he intentado hacer meditación. Siempre que lo he intentado he sido incapaz de estar quieta y callada hasta que me ha estallado la cabeza, como la protagonista de las animaciones de Rocío Quillahuaman. Como una cucaracha cualquiera, he nacido, he crecido y me he reproducido en ciudades. Concretamente en 3, todas ellas de más de un millón de habitantes. Sé mover rápido mis patitas y me manejo con cierta naturalidad por sitios apestosos. Esa capacidad sí la tenemos los insectos urbanos; la del silencio, no.
En cambio ahora, salgo a pasear a mi perro cada mañana sin ver ni oír a nadie. Apenas pasan coches. Algunos días me adelanta un tractor por un camino. Se oyen pájaros y algún insecto. A veces se oye un ruido entre los matorrales que me imagino que podría ser cualquier bicho. Todo muy bucólico, supongo. A mí según el día, me parece una maravilla o me asfixia. Sin embargo mi cabeza sigue a su aire. El ruido sigue ahí dentro. Yo me he ido de la ciudad pero la ciudad no sale de mí. Dudo que llegue a salir del todo. O lo que es peor, temo que salga lo bueno (el conocimiento adquirido, la educación visual, el saber manejarse mínimamente ambientes diversos, los contactos que se van diluyendo) y que se quede lo malo (la confusión, la contaminación en las ideas, la mala leche acumulada, la inseguridad, la prisa, lo feo). Me aterra, en esta época de excesiva conexión, no saber estar en el lugar en el que estoy y creerme que sigo en un sitio al que no voy a volver porque ya solo existe, precisamente en mi cabeza. Cada día tengo la tentación de cerrar mis perfiles en redes y salir de todos los grupos y empezar la vida real desde cero. ¿Qué pasaría?¿Se acordaría alguien de mí?¿Quién me llamaría? Seguramente, casi nadie. La cuestión es ¿en qué me afectaría?¿Lograría realmente desconectar de lo que ha sido mi vida hasta hace unos meses? Es algo que nunca sabré porque lo único seguro es que internet va a seguir aquí para recordarme todas las cosas que he querido ser y no he conseguido. Con su capacidad de dispersión infinita. Alimentando mi frustración con contenido irrelevante y probablemente falso. Más bien falsario. Los filtros, los efectos, la espontaneidad fingida, el instante perfectamente estudiado.
Ayer mi hija empezó a hablarme de una tiktoker mexicana que acababa de tener su segundo hijo a los 23 años. Le pregunté qué hacía esa chica y me dijo que ponerse ropa de lujo, para ella y para sus bebés. Le pregunté por qué la conocía si no ve TikTok y me dijo que sus vídeos aparecen también en YouTube cuando está viendo vídeos los juegos que le interesan y que aunque no los busca, cuando se le cruzan no puede evitar quedarse mirando. Y eso le lleva a otros, y de esos otros, a otros más. Como las cerezas. Leí la metáfora de las cerezas en un libro de Álex Grijelmo que me regaló un exnovio cuando yo tenía 25 años. Para el autor, las palabras van unidas unas con otras, al igual que las cerezas, aunque las separes siempre acabas buscando su significado en relación con otras palabras. Mi hija se ha topado con esta metáfora antes de cumplir los 9 años, en un contexto bastante más turbio: un vídeo lleva a otro y establecemos la validez de su mensaje en relación al vídeo del cual procedemos. Podemos pasar horas y horas y llegar a niveles de degradación indescriptibles. El scroll nunca va a llegar a su fin. Internet nunca se acaba. Podemos vivir permanentemente en otros mundos, creernos que miramos de igual a igual a esa gente que hay al otro lado, pensar que están hablando para nosotros. Explicarle a mi hija que esa gente no es más que otro instrumento en manos de los poderes fácticos es también un ejercicio para recordármelo a mí misma. No, esa gente no es tu amiga. No te hablan a ti. No hay relaciones de igual a igual. No te van a traer una sopa el día que tengas fiebre. No van a recoger a tus hijos del cole si sales tarde del trabajo. No van a ir a tu funeral. Así que no escribas un comentario que no sientas como una reflexión para ti, no te enzarces, no ensalces gratuitamente, no hagas al monstruo más grande. Obtén información y disfrute y preocúpate de que Internet te haga un poco mejor a ti y de no ser tú quien haga engordar a internet a cambio de nada. O lo que es aún más nefasto, a cambio de tu frustración.
Estas son el tipo de cosas de las que intento meterle en la cabeza a mi hija casi a diario. Ella me mira a los ojos y sé que me entiende perfectamente y que tratará de cumplirlo. Sabe en todo momento que mientras le hablo a ella, trato de convencerme a mí misma. Sabe que lo intentará y que se sentirá igual de mal cuando se dé cuenta de que ha vuelto a quedarse atrapada por el dichoso sistema. Que seguirá teniendo problemas de concentración. Que su ruido mental crecerá y crecerá. Que pasará más tiempo del que es debido haciendo scroll y buscando y borrando el emoji adecuado. Lo sabe porque me ve cada día y sabe que en realidad toda esa frustración de la que le hablo no es la suya, sino la mía.
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