Dolor de Madrid

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Llegué a Madrid el 19 de febrero de 2004. Era viernes. Lo recuerdo porque ese día nació mi sobrina. Llovía y al acabar una entrevista de trabajo, me metí corriendo en el metro para llegar hasta IFEMA, donde me esperaba la hermana de mi cuñada, la otra tía, ansiosas las dos por volver a Valencia y conocer a la recién nacida. A los pocos días me llamaron para decirme que me daban el puesto y que, si aceptaba las condiciones, empezaría el viernes 12 de marzo. Tenía 24 años y me ofrecían un sueldo en 15 pagas a 350km de la ciudad donde había nacido y crecido. Dejaba de depender económicamente de mis padres y dejaba de estar, de facto, bajo su tutela. La sensación de libertad de aquella época no he vuelto a sentirla jamás.

Mi primer día en el trabajo para el que me había estado formando durante tanto tiempo, uno de los días más felices de mi vida, fue el día siguiente a los atentados de Atocha. De alguna manera, Madrid venía a decirme, ya desde el principio, que no me flipase. Esta ciudad me avisaba de que iba a ser capaz de darme lo mejor y lo peor con tan poco margen de reacción que, para mantenerme a flote, la realidad iba a tener que creármela y creérmela yo solita. Que Madrid son muchos Madriles y que cada uno tenemos que currarnos el nuestro.

Durante casi 17 años me construí un Madrid a mi medida. Un Madrid de amigos divertidos, inteligentes y brillantes que han sido y son mi refugio y mi inspiración siempre que los necesito. Un Madrid de tribu empecinada en que una ciudad en la que niñas y niños puedan crecer felices en el centro es una ciudad mejor para todo el mundo. Un Madrid de familia política que me ha acogido y querido y les ha dado a mis hijas unos abuelos, tíos y primos suplentes cuando los titulares estaban demasiado lejos. Madrid es mi ciudad más que ninguna otra. En ella he dejado mis mejores años, los más productivos, los más felices, aquellos en los que he tenido suficiente energía e ilusión para empezar una vez tras otra: amigos nuevos, parejas nuevas, bares nuevos, trabajos nuevos. Si no funciona, borrón y cuenta nueva. Y si funciona, la red sigue creciendo. No hay límite. En Madrid todo se conecta y de nuevas conexiones nacen nuevos proyectos, nuevas relaciones. Y eso es maravilloso.

Echo de menos mi Madrid cada día. ¿Cómo no iba a hacerlo? A veces intento autoengañarme diciéndome que no echo de menos el lugar sino el tiempo, ese momento de libertad, de tener 24 años y todo por hacer. Pero sé que no es así. Porque la sensación de tener todo por hacer es algo intrínseco a esta ciudad loca en la que se vive en permanente estado de alerta. A la vuelta de cualquier esquina puede esconderse la mano que te robe el móvil o el chaflán más hermoso. Y hay que estar preparada. Madrid te agudiza el ingenio, la rapidez. Te fagocita, te devora, te exprime. Te acoge y te escupe a la vez. Y si no has huido en la primera embestida, da igual que reniegues de ella, ya se te ha quedado dentro para siempre.

En mi situación actual, es imposible tomar distancia de Madrid. Tengo demasiada vida puesta allí como para analizar lo que está pasando con una visión periférica. Aunque me toque observar desde la barrera. Me duele ver cómo se obliga a gente corriente a posicionarse de una manera histérica. Porque la política madrileña está histérica y pretende que sus ciudadanos también lo estén. Y la visión desde fuera es que la ciudadanía es la culpable de crear esos monstruos que pretenden dirigirla. No es justo. Y además, no es cierto. La ciudadanía madrileña vive, como todas, bajo la tiranía de los datos. La actual presidenta conoce bien cómo funciona el marketing y tiene como director de gabinete a un hombre que, de 1999 a 2006, fue presidente de Carat, la central de medios más importante de España. ¿Qué hace una central de medios? Resumido muy burdamente, compra espacios publicitarios y los vende al mejor postor (siempre grandes empresas, claro), con la premisa de dirigirlos al mejor público objetivo, al más predispuesto, al que seguro que compra. Y así es como se está gestionando la política madrileña. No hablamos de personas, ni siquiera de votos. Hablamos de productos y consumidores. Horteras que juegan a Mad Men con las vidas de seis millones y medio de personas. Es injusto y es atroz.

Desde mi minúscula posición, siento mucha impotencia ante todo lo que me llega desde Madrid. Intento situarme en todos los escenarios posibles y sé que lo que suceda marcará la pauta del próximo gran cambio en toda España. Me obligo a pensar que va a ser para bien, pero la realidad se me impone rápido. Y me angustia enormemente. Ahora mismo vivo en la única comunidad autónoma que es capaz de mantener un gobierno de coalición de izquierdas más o menos equilibrado. Y temo por ese equilibrio tan frágil. Creo que si la derecha del grito y el despropósito arrasa en Madrid, al poco campará a sus anchas por toda España y se romperá todo lo que todavía no esté roto. Y me lleno de tristeza. A mí me ilusiona mi gobierno autonómico. Me siento orgullosa de lo que se está consiguiendo y vivo con ilusión cada logro de la Generalitat o del ayuntamiento, ya sea del de Valencia capital o del de mi pueblo, me da igual. No es fácil y no es perfecto, pero tengo la convicción de que ahora mismo, tenemos la mejor de las políticas posibles en este país. Ojalá después de haber sido el principal nido de serpientes de la corrupción española, Valencia se redimiese siendo el germen del cambio hacia lo social y lo sostenible. Ojalá los valencianos nos quisiésemos más y nos vendiésemos mejor. Ojalá los madrileños supiesen mirarnos.

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Mi trabajo me obliga a observar y a analizar los comportamientos de las personas. Ver, oír y anotar. Normalmente, lo hago hacia fuera. Este blog nace como resultado de hacerlo hacia adentro.

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