Obituario – Wallace Shaw

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Hoy me he enterado casi por casualidad de que Wallace ha muerto. No era alguien con quien hablase a menudo y pasé poco tiempo con él, pero a veces hay personas que se cruzan en nuestra vida únicamente para hacerla mejor y salvarnos de nosotros mismos. Eso fue Wallace en la mía. Desde que he visto sus fotos sabiendo que ya no está, tengo un nudo en el estómago que no parece que vaya a deshacerse en unos días. Noto cierta flojera en los brazos y en las piernas. Tristeza física.

Recuerdo a Wallace en la Taberna El Sur, a la vuelta de mi casa de la calle Tres Peces, cuando allí el plato estrella eran los huevos rotos con pisto y con una fuente comíamos cuatro. No sé cómo había conocido a Jose, pero venía con él y eso nos bastaba. Sentados en aquellos taburetes pequeños e incomodísimos, él reía a carcajada limpia con una copa de vino en la mano mientras el resto chapurreábamos en inglés con mejor o peor suerte. Yo acababa de volver de un viaje en el que había zanjado una relación complicada y me quedaba fuera de las conversaciones y las risas, pero intentaba mantener el ritmo del resto para que no se me notase demasiado. Pero se me notaba. Wallace me preguntó. Yo le expliqué. Y Wallace me dijo «Cómprate un billete y ven conmigo a Italia. Puedes quedarte en mi casa. Puedes encontrar albergues baratos en conventos. Me voy la semana que viene, intenta sacar billete en el mismo avión que yo.»

Ese mismo viernes fuimos a un concierto de Marianne Faithfull en el Círculo de Bellas Artes. Ha sido la única vez que la he visto en directo pero apostaría a que asistí a uno de los peores conciertos de su carrera. Estaba afónica y no paraba de toser. Wallace, Jose y yo estábamos de pie entre las primeras filas, muy cerca de ella, entrando en trance cuando conseguía cantar y acompañándola con una sonrisa comprensiva cuando le daban las toses. Como concierto fue lamentable. Como encuentro con la musa de los 60 fue algo mágico. Por aquel entonces Wallace ya caminaba despacio. Recuerdo que tardamos muchísimo en cruzar el Barrio de las Letras porque él daba unos pasitos muy cortos y se quedaba embelesado mirando cada edificio, cada escaparate, cada rótulo. Era como llevar de la mano a un niño de 3 años que apenas avanza y que se para todo el rato, maravillado por cada cosa que encuentra. Wallace tenía unos ojos pequeños y muy brillantes. Como un niño.

Después de ese concierto volvió a insistirme con el viaje a Italia. Ahí ya se puso más serio. «Tú no estás bien. Tienes que venir.» Le hice caso. Una semana después volé a Roma yo sola con un vuelo lowcost de esos que te sacan de la cama a las 4 de la mañana. Él llegaba por la tarde. Recorrí la ciudad mientras esperaba su llegada. Era mi primer viaje sola y lo había hecho gracias a él. Me sentía pequeña, no solo por aquella ciudad monumental e imponente, sino porque, efectivamente, no estaba bien. Había roto con alguien cuyo historial psiquiátrico sería un desafío para cualquier médico y me sentía derrotada y frustrada por no haber sabido ayudarle. Acababa de cumplir 28 años y estaba empecinada en que mi amor incondicional debería haber vencido a los 45 miligramos diarios de Tranxilium que gobernaban la relación. Deambulé por Roma mirando hacia arriba con la boca abierta hasta que llegó Wallace y cogimos el tren para Spoleto. Llegamos ya de noche. Supongo que cenamos algo ligero y bebimos vino. Volví a contarle mi historia, esta vez con más detalle, y él me cogió del brazo y me dijo «Whenever you are feeling lost, ask Uncle Wallace.» Le había cambiado la voz. Estaba muy serio. Me recomendó ir a Assisi al día siguiente. Así lo hice.

Wallace preparaba unos desayunos estupendos. Tenía la casa más hermosa en la que yo había estado jamás. Había convertido la Torre dell’Olio de Spoleto en un espacio de diseño en el que todos los recuerdos de sus vidas pasadas, su juventud en Escocia y su carrera profesional en Nueva York, estaban presentes sin restar nada de su personalidad al edificio más emblemático de la ciudad. Solo alguien tan creativo e inteligente como él podía mantener aquel equilibrio. Desayunábamos unos croissants magníficos y un té preparado con utensilios abollados con precisión matemática, como si alguien tuviese la pretensión de que sus irregularidades resultasen perfectas. No viví con Wallace la aparición de Instagram pero todo lo que le rodeaba era digno de ser fotografiado y publicado en la red una y mil veces.

Durante mi estancia en su casa, viajaba de día y volvía por la noche a dormir. Para visitar algunas ciudades, hacía noche en ellas durante dos o tres días. Él siempre me esperaba a la vuelta con una copa de vino y comentábamos mis descubrimientos. Hablábamos de pintura, de historia, de Italia, de la Umbría, del Trecento. Hablábamos de lo guapos que eran los italianos. Y bebíamos vino. Wallace no volvió a preguntarme por mis problemas. Solo hablábamos de cosas bonitas, de proyectos, de los christmas que iba a enviar y de cómo ayudarle a hacerlos. Mi última noche en Spoleto le ayudé a acabar sus christmas y nos fuimos a cenar. Recuerdo que comimos carne, solomillo al romero. Lo recuerdo porque estuvo un buen rato riéndose del nombre de la planta en español para acabar concluyendo que le daba igual y que rosmarino le parecía un nombre mucho más bonito y apropiado. Fuimos los últimos en salir del restaurante y habíamos bebido demasiado vino. Hacía muchísimo frío, era diciembre. Empezamos a dar vueltas y Wallace no sabía volver a casa. Yo tampoco. Anduvimos por un Spoleto oscuro y desierto durante más de una hora. Wallace reía a carcajadas, rompiendo el silencio y sacándonos de aquella noche medieval, casi sagrada. Hacía bromas sobre dormir en la calle y morir congelados. Y finalmente llegamos a casa, ateridos de frío y con dolor en la mandíbula de tanto reír. Para entrar en calor nos bebimos otra botella de vino.

Después de aquel viaje, muchas cosas cambiaron en mi vida. No fue acción-reacción, pero sí hubo un antes y un después de Wallace. Yo, criada en un ambiente de trabajo y sacrificio, donde el disfrute siempre se ha visto como algo secundario e incluso negativo, había encontrado el secreto de la felicidad de la mano de alguien que era, con todas las letras, un auténtico bon vivant. Wallace fue el amigo más viejo que he tenido nunca y probablemente, la persona más generosa que he conocido. No solo porque me abriese las puertas de su casa casi sin saber quién era, sino porque compartió conmigo durante aquellos días su intimidad y su manera de entender el mundo y me enseñó que la vida es, fundamentalmente, disfrute. Y que el disfrute implica asumir riesgos. Al poco tiempo, Wallace vendió la Torre dell’Olio y se mudó a Escocia. Quería volver a sus raíces, a su familia y a sus amigos de juventud. Me contaron que le habían timado un poco con la venta de la casa italiana. Nunca le escuché ni le leí una palabra de rencor. Él no miraba atrás, ni tampoco demasiado hacia adelante. Wallace sabía disfrutar de verdad, y para eso hay que saber vivir de lleno en el presente y exprimirlo al máximo. Él lo sabía perfectamente.

Ayer leí una nota de uno de sus sobrinos contando que había muerto el 31 de diciembre de madrugada después de unos años con Alzheimer, al parecer los 3 últimos bastante severo. Yo hacía unos cuantos años más que no hablaba con él. Justo después de mi viaje, Facebook se hizo popular y nos conectamos. Hablábamos de vez en cuando para ponernos al día o cuando necesitaba ayuda con la web de su nuevo bed&breakfast en Leith. Todavía pude contarle que había sido madre de mi primera hija pero ya no llegué a presentarle a la pequeña, ni siquiera vía Facebook. Muchas veces planeamos un viaje a Edimburgo que nunca se produjo. A mí, al contrario que a Wallace, todavía me cuesta vivir con los dos pies en el presente.

Como nos conocimos en un pasado sin smartphones ni redes sociales, no encuentro fotos en las que salgamos juntos. Recuerdo que me mandó algunas y sospecho que se perdieron en un cambio de cuenta de correo o en algún disco duro roto. Buscando imágenes suyas he encontrado este artículo de The Guardian que resume mejor que yo la trayectoria vital de este hombre maravilloso. Así es exactamente como yo le recuerdo. Oigo sus carcajadas y su voz y siento sus manos cogiéndome el brazo. «Whenever you are feeling lost, ask Uncle Wallace.» Ay, mi querido Wallace, y a quién le pregunto yo ahora.

2 respuestas

  1. Avatar de Alvaro Gómez Velasco
    Alvaro Gómez Velasco

    Reblogged this on MrFoxTalbot and commented:

    Whenever you are feeling lost, ask Uncle Wallace

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Mi trabajo me obliga a observar y a analizar los comportamientos de las personas. Ver, oír y anotar. Normalmente, lo hago hacia fuera. Este blog nace como resultado de hacerlo hacia adentro.

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