Desde que llegamos al pueblo solamente hemos abierto cajas de ropa, juguetes y libros. Tenemos el garaje de la casa de mis padres copado por nuestra mudanza. El piso donde vivimos está totalmente equipado y eso hace que enfrentarnos a la tediosa tarea de abrir, sacar y recolocar objetos que han formado parte de otro espacio y de otro tiempo vaya postergándose un día, y otro, y otro más. El ejercicio de depuración que se produce en una mudanza es difícil de acotar. Una piensa que con 40 años ya lleva consigo sus costumbres y su estilo totalmente inamovibles y duele un poco descubrir que no es así. Somos, mal que me pese, animales gregarios. Y parece que no podemos escaparnos de la necesidad de identificarnos de alguna manera con nuestros iguales. O como mínimo, de pasar desapercibidas, que al final es otra manera más de relacionarse con el grupo.
Al pasar de vivir en el centro de una ciudad de más de seis millones y medio de personas a un pueblo que no llega a los mil habitantes, me encuentro con un armario ridículamente lleno. El clásico «tengo el armario lleno y nada que ponerme» se me hace más real que nunca. Pero al contrario de lo que podría sucederme en Madrid, donde ese «nada que ponerme» podría corresponderse con «nada limpio», «nada nuevo», «nada que me apetezca» o «nada que se ajuste a mi cita de hoy», aquí es un nada real. Esto es el campo. El campo de verdad. Los vestidos camiseros, los abrigos de paño o los botines de tacón no encuentran cabida en una rutina diaria que se limita a recorrer los escasos quinientos metros que separan mi casa del colegio de mis hijas y a sacar a pasear a Charlie por un camino embarrado por el rocío mañanero. Aquí ya no hay clientes, ni reuniones, ni oficina, ni afterwork que valga. Aquí la vida tiene otro ritmo, las necesidades y los códigos son otros. Y he tenido que enfrentarme a un armario lleno de ropa nueva e inservible para poder entenderlo.
Evidentemente, la ropa no es más que una manifestición de todas las cosas que están pasando por nuestras cabezas. Las primeras semanas manteníamos un ritmo frenético de pedidos online. Mensajeros de todas las compañías que operan en la zona nos conocían. No pasaba un día en que no llegase algo: un cable, una crema, un pantalón, una mascarilla, unos calcetines. No lo he llegado a comentar con los vecinos, pero imagino que tenían que alucinar bastante. Era un tránsito diario de furgonetas en una calle corta por la que, aparte de los coches de quienes vivimos en ella, nunca pasa nadie. Con el paso de los meses, el ritmo ha bajado. Nuestras necesidades han cambiado también y nos vamos adaptando a una manera de vivir que no implica consumir a diario. El consumismo también tiene su síndrome de abstinencia y usamos la compra online a modo de metadona porque hemos tirado la toalla con lo de que haya una posibilidad mínima de salirnos totalmente del capitalismo.
Un conocido me contó que una vez había hecho la prueba de pasearse por Madrid durante una semana sin dinero y sin tarjeta de crédito. A los dos días no pudo evitar pedir prestado 2 euros para sacar una coca cola en una máquina de vending. Sin embargo ahora vivo en un lugar donde sucede lo todo contrario: es imposible consumir, aún queriéndolo. Sí que hay bares y tiendas, pero entendidos más como un servicio público que como un espacio comercial. Las tiendas son lugares de aprovisionamiento, austeras y sin grandes reclamos. Una va, coge lo que necesita, paga y se marcha. Sin ofertas, ni megafonía, ni 3×2, ni tarjeta de fidelización. Un lugar orientado a la supervivencia física. Del mismo modo que los bares son lugares para la supervivencia emocional. Una sabe a quién se va a encontrar si se acerca a según qué hora. No vamos por la calidad ni la originalidad de la comida, ni por la carta de vinos, ni por lo bien que ponen las copas. Vamos porque hay que hablar con alguien, porque hay que ver gente y que te vean, porque hay que recordarle al resto del pueblo que estás viva y estás bien.
Es imposible cambiar de escenario y no cambiar de personaje (y por tanto de vestuario, volviendo a mi problema con la ropa). Parece obvio pero sin embargo es algo difícil de asimilar. Requiere un ejercicio de honestidad y empatía que es duro y que no siempre estamos dispuestas a hacer. No creo que ni mi familia ni yo lo hayamos conseguido todavía. Estamos en fase de adaptación, abriendo cajas y decidiendo qué cosas de las que nos hemos traído nos van a hacer falta y cuáles es mejor guardar para próximas vidas. Por supuesto, no todas las cajas están en el garaje. Nuestras cabezas también tendrán que aparcar ideas y pensamientos que hasta hace cuatro meses se nos hacían fundamentales para el día a día y que en este nuevo orden de cosas pasarán a segundo plano.
Coincidiendo con todo este proceso vital tanto mío como de mi familia, he tenido que oír mucho sobre la polarización campo-ciudad a cuenta de las elecciones norteamericanas. Desde luego es una realidad que poco tiene que ver con la nuestra, pero sí encuentro un peligroso punto común: un desprecio absolutamente infundado por las realidades que no entendemos. Digo entendemos porque es recíproco. Desde el medio rural se tiene una imagen tan distorsionada del urbanita como al contrario. Sin embargo, la política se gestiona desde las ciudades y rara vez quienes toman decisiones que afectan al territorio rural lo hacen sobre el terreno o con un conocimiento profundo de las necesidades de sus habitantes. A veces tengo la sensación de que mientras en las luchas y reivindicaciones de las clases desfavorecidas se intenta que toda minoría social quede representada, estas mismas luchas siguen llevándose a cabo desde una perspectiva absolutamente urbacéntrica y esto no parece suponer un problema para nadie. Sin embargo, pensar nuestra sociedad únicamente desde las ciudades supone dar la espalda al campo, de la misma manera que pensar el futuro desde el Occidente rico y acomodado supone dar la espalda a los países que sobreexplotamos para mantenerlo. Si no logramos revertir esta visión que pone a la ciudad sistemáticamente en el centro, continuaremos alimentando gratuitamente esa polarización que aupó a Trump y que hoy se nos hace incomprensible.
Ahora que la crisis y el teletrabajo nos ha empujado a muchos hacia la periferia, yo me pregunto si seremos capaces de encontrar el equilibrio en esta hibridación social sobrevenida. Si sabremos aportar lo bueno que tenemos y enriquecernos con lo positivo que encontremos. No serán pocas las fricciones, está claro. Pero en estas pequeñas nuevas sociedades deberíamos poder unir recursos y capacidades, hacer de esto un fenómeno social real y en positivo, aprender y aportar a partes iguales, de una manera fluida y natural. Huir de la burda imagen capitalista de un campo al que se viene el fin de semana a pasear un par de horas y ponerse ciega a embutido. O de la ciudad que se visita para comprar en franquicias y ver musicales. Porque la realidad es que todas queremos habitar ciudades y pueblos más vivibles que visitables. Porque buscamos vivir en espacios con los que establecer vínculos emocionales y no en decorados en los que hacernos fotos con fondos de los que después ni siquiera recordaremos el nombre (y mucho menos a sus habitantes). Quiero ser optimista e ilusa e intentar ver en estos movimientos migratorios absolutamente improvisados el germen del verdadero cambio que necesita el planeta. Quiero ser optimista e ilusa como cuando pienso que volveré a ponerme mis botas de tacón para ir a recoger a mis hijas y nadie reparará en ellas.
Deja un comentario