Si hay algo que tengo que agradecerle a Madrid es haber puesto en mi camino a un montón de gente maravillosa de la que aprender. Siempre me he sentido muy afortunada y agradecida por ello. Muchas personas a quienes he podido considerar amigos a lo largo de estos años y que, además de brindarme amistad y momentos muy felices, han sido fuente de conocimiento e inspiración. He aprendido mucho sencillamente observando y charlando y eso es una suerte enorme. No creo que se pueda buscar. Simplemente, sucede. Y cuando tienes la suerte de vivirlo, entiendes la inexplicable satisfacción que supone ese aprendizaje.
Cuando después de mi primer post hubo quien me animó a escribir, yo pensaba en toda esa gente, algunos de ellos escritores, escritoras y periodistas, gente con una cultura vastísima, con doctorados en filología, humanidades o comunicación, que leen y procesan a una velocidad de vértigo, que llevan años estudiando, analizando y escribiendo textos en todo tipo de publicaciones. Y pensaba que dónde iba yo, vomitando mis miserias con esta especie de formato de columna de opinión cutre. Hasta que justo dos días después llegó a casa uno de mis autorregalos de cumpleaños, El consetimiento, de Vanessa Springora. Sin entrar en el tema del libro (la relación entre una niña de 14 años y un escritor de 50 con todas las características de un depredador sexual; un tema durísimo que pone en cuestión a la élite intelectual francesa postsesentayochista), me quedo con el aspecto terapéutico de la lectura y, por extensión, de la escritura, entendiendo la escritura como otra manera más de leer.
El domingo escuchaba Anestesiadas, el último programa del podcast Deforme Semanal Ideal Total, en el que mi querida Isa Calderón decía que con esto de la pandemia, estamos más narcisistas que nunca y que a ella ya no le interesa nadie más que su familia y sus amigos más cercanos. Estoy absolutamente de acuerdo. Y esto explicaría mi necesidad de empezar un blog justo ahora y mi fijación de estos días con el libro de Springora. No solo existe en este momento de crisis una necesidad imperiosa de mirarse el ombligo y contar las cosas de una misma en fotos, vídeos o textos, ya sea a través de whatsapp, en redes, en un blog, en un podcast o dándole la turra al vecino de enfrente, sino que además está la identificación con todo lo que se nos cruza por delante, aunque no tenga nada que ver con nuestra realidad y metamos el símil con calzador. El objetivo es tener la excusa perfecta para seguir hablando de nuestros asuntos propios. Nos hemos convertido en unos auténticos pesados, para qué lo vamos a negar.
Y eso hice yo con El consentimiento: apropiarme de la parte del libro que podía llevarme a mi terreno. Mi historia personal y la de la autora poco tienen que ver. No vengo de una familia culta y desestructurada. Ni mi madre se ha movido entre intelectuales, ni mi padre nos abandonó, ni soy hija única. Vengo de una familia con 3 hijos, de lo más convencional, más cercana a los Alcántara de Cuéntame que a los protagonistas de una película de Claude Chabrol. Al contrario que Merche, mi madre ni siquiera tuvo la oportunidad (o la valentía) de intentar tomar la riendas de su vida y mandarnos a la mierda al déspota de su marido y a los pesados de sus hijos. Mi madre nos ha cuidado con absoluta abnegación y lo sigue haciendo, dentro de sus posibilidades. Y mi padre ha trabajado toda su vida como un cabrón, convencido de que eso era lo que significaba ser un buen padre. Cuanto más dinero traigas a casa, mejor padre eres. No tengo nada que reprocharles. Una familia-tipo de la España de finales de los 60 y principios de los 70. Con la salvedad de que yo nací en 1979 y ya me hubiese correspondido algo un poco diferente, pero bueno, llegué tarde, como viene siendo mi costumbre en la vida. Cualquiera que me conozca mínimamente puede corroborarlo.
El caso es que crecí en un ambiente muy alejado del que relata Springora en su libro. Y sin embargo, igual que ella, recuerdo hacer libros incluso antes de saber leer. Crear pliegos y pegarlos. Y cuando supe escribir, inventar cuentos compulsivamente y regalarlos a todo el mundo: a mi familia, a mis amigas, a mis profesoras. Escribir listas de palabras recién descubiertas en libretas de dos rayas, dibujar portadas de libros que nunca existirían. Las palabras eran el material más accesible para la creatividad, aunque no tuviese muchos referentes de qué hacer con ellas. Mis padres no eran precisamente grandes lectores y los libros que llegaban a casa, más allá de los que les pedían en el colegio a mis hermanos, eran regalos del banco o de alguna promoción de origen dudoso. Pero a veces caían clásicos como La isla del tesoro, Moby Dick o las obras completas de Julio Verne y yo ya tenía más que suficiente. Luego estaban los programas que recomendaban libros para niños en la tele: el hombre que vivía en una maleta de El planeta imaginario y, más tarde, Un cesto lleno de libros, el programa de literatura juvenil que presentaba Enrique Simón. Ya entonces entendía, de alguna manera, que ante la falta de cultura literaria en mi entorno más inmediato, tenía que fiarme de los que sabían y pedir aquellos libros que me recomendaban. El año que cumplí 10 años, los Reyes me trajeron El viejo y el mar y La historia interminable. No era consciente de hasta qué punto estaba construyendo un mundo propio, alejado de todo lo que me rodeaba.
Por supuesto también estaba la biblioteca del colegio, los cómics (Astérix, Tintín o Mafalda valían una pasta y no era mi padre muy partidario de pagar aquello por unos cuantos dibujitos), El Barco de Vapor, Gianni Rodari o Judith Kerr y su conejo rosa. Una literatura absolutamente heterogénea pero que de alguna manera lograba hacer aflorar siempre autores y autoras que podían aportar algo valioso a aquella personalidad que empezaba a forjarse y acababan relegando la morralla a un segundo, tercer o cuarto plano. Creo que ese hilo conductor que empezaba a ser mi criterio personal ha ido milagrosamente imponiéndose a lo largo de toda mi vida. Porque hay que leer bien. Es fundamental saber a quién escuchar y no invertir demasiado tiempo en textos irrelevantes o, directamente, dañinos. Hay que aprender a identificarlos a las pocas páginas y desecharlos a tiempo. La vida es muy corta y hay demasiadas lecturas posibles como para andar perdiendo el tiempo.
Afirmo, pues, tajantemente, que los libros son los que nos salvan y los que nos construyen. Necesitamos leer para vernos reflejados en otras personas que nos hagan de espejo, que nos demuestren que no somos únicos, que podemos sentir empatía con gente del otro lado del mundo o que al lado de nuestra casa, la vida puede ser como de otro planeta. Necesitamos leer para no sentirnos solos o para sentirnos el centro del mundo, haciendo nuestro el discurso de alguien que con más fortuna que nosotros consiguió encontrar el equilibrio entre las palabras y las ideas. Necesitamos leer porque a veces, como en El consentimiento, hay que encerrar todo lo malo en un libro para poder seguir viviendo. En definitiva, necesitamos leer porque sin libros, la vida es absolutamente insoportable.
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