El plan es que no hay plan

Publicado

Se lee en

4–6 minutos

Hace ya casi 4 meses que nos fuimos de Madrid. Una decisión que ha sido como otro embarazo, algo que ha ido creciendo y transformándose, y transformándonos como familia y como individuos. A los cuatro. En abril era una idea remota. En pocas semanas se convirtió en posibilidad, luego en secreto familiar y más tarde en certeza cuando empezamos a contarlo a nuestra gente más cercana y emprendimos una carrera de trámites que todavía hoy no ha terminado.

En paralelo, fuera de nuestro núcleo duro, el mundo también iba cambiando. Mientras tratábamos de mantener el equilibrio de nuestro propio movimiento, la traslación de una crisis mundial nos iba desplazando sin que nos diésemos cuenta. Nada en todo este proceso es comparable a cualquier cosa que se nos hubiese pasado antes por la cabeza.

En circunstancias normales, es decir, si no viviésemos en medio de una pandemia planetaria, hubiésemos celebrado una fiesta para reunir a toda la gente que hemos conocido y querido durante los últimos 15 años. Hubiésemos escrito mensajes de despedida y agradecimiento en todas nuestras redes sociales, contaríamos cada día lo mucho que echamos de menos Madrid y lo mucho que nos gusta nuestro nuevo destino y haríamos excursiones de fin de semana para reencontrarnos con amigos que a su vez vendrían a vernos al pueblo y nuestra casa de Antón Martín seguramente seguiría siendo la casa familiar a la que volver cada cierto tiempo. Pero nada de eso es posible porque nada de lo que sucede ahora se parece a nada que pudiésemos tener previsto.

No logramos desprendernos de esa sensación de habernos ido por la puerta de atrás, casi sin decírselo a nadie, sin que sean posibles ni las despedidas ni los reencuentros, sin que decir lo bien que estamos nos suene recochineo o a huida. Nos hemos ido de la ciudad en la que nos hicimos mayores, donde nos conocimos, en la que nacieron nuestras hijas. La ciudad que nos lo ha dado todo. Hemos dejado nuestra casa y a nuestros amigos, muchos lugares en los que fuimos felices y a los que nos gustaba volver cada vez que podíamos dejar a las niñas con alguien. Hemos cerrado la puerta de la vida que teníamos sin mirar atrás y hemos venido a un lugar tranquilo buscando un poco calma en medio de todo este caos, a darles una vida más fácil a nuestras hijas y a cuidar de nuestros mayores dependientes que hace un año eran autónomos y que tras meses encerrados no son capaces de valerse por sí mismos. No es el regreso soñado pero es un regreso posible y me siento muy afortunada por ello.

Ya no somos ni de aquí ni de allá. Estamos bien en todas partes pero también echamos de menos nuestro sitio, aunque ya no sepamos cuál es. Mis hijas preguntan a veces cuándo volveremos a Madrid y yo no sé cómo explicarles que ahora mismo, Madrid ya no es Madrid. Que ya no hay parques, ni terrazas, ni bibliotecas, ni librerías, ni mercados, ni teatros tal como ellas los han vivido. No sé decirles cuándo el mundo volverá a ser el que ellas conocían antes de marzo porque ni siquiera sabemos si volverá a serlo.

Cuando empezó 2020 teníamos planes. Habíamos pensando mucho en nuestro futuro como familia, habíamos estado dando vueltas a muchas cosas: a nuestra relación de pareja, a nuestros futuros profesionales, a la educación de nuestras hijas. Y después de muchos cálculos y reflexiones, habíamos sacado conclusiones y buscado soluciones que habíamos empezado a poner en marcha. Todo eso saltó por los aires en marzo. Evidentemente, nos somos los únicos. A todos nos ha pasado la realidad por encima como un camión de 25 toneladas. Pero sí somos de los que hemos podido tomar ciertas decisiones sin perder capacidad económica y con un nivel de consenso que creo que nos ha sorprendido incluso a nosotros mismos. No nos hemos ido de Madrid por falta de trabajo o porque no pudiésemos pagar el piso. No nos vamos porque ya no haya vida social ni cultural, la maternidad hace tiempo que se había llevado eso por delante. Objetivamente, vivir con dos niñas pequeñas en el centro de Madrid ya era una especie de losa que pesaba sobre nuestras espaldas pero que seguíamos llevando alegremente por inercia, por miedo o por pereza. Y porque de alguna manera, siempre queda esa esperanza de que los bares están ahí fuera para recordarte otras épocas y hacerte caer en el autoengaño, pensando que algún día volverás a tu vida de antes. Como si fueses a volver atrás y retomarla en el punto en el que la dejaste. Como si los bares a los que ibas y las gentes que los frecuentaban entonces estuviesen ahí, esperándote, congelados en el tiempo. Como si, desde tu perspectiva actual, realmente pudieses (y deseases) volver a ser la persona que fuiste hace 10 años. Qué absurdo y qué frustrante vivir con esa añoranza. No sé en qué momento somos capaces de olvidar que la vida solo se mueve en un sentido. Pero todos lo hacemos.

Leo últimamente bastantes artículos sobre el éxodo que se está produciendo en Madrid y no dejo de preguntarme sobre las consecuencias de todo esto y cómo será el efecto rebote, si es que lo hay. Si volverán, si volveremos. Y cuándo será eso, si es que sucede. Personalmente, cuando la gente me pregunta (supongo que más por compromiso que por interés real), nunca sé qué decir. Ahora mismo no veo más allá de 3 semanas vista, que es el ciclo que tengo establecido con mis hermanos para ir a cuidar de mi padre, enfermo de Alzheimer. Un fin de semana cada tres semanas. Y una vez cada tres semanas, el mundo se me viene abajo cuidando de un cuerpo cuyo cerebro ya no me reconoce y cuya historia, que es la mía, se ha borrado casi por completo. Y sin embargo, siento que hay algo que nos une más que nunca: ninguno de los dos tenemos planes.

Deja un comentario

SObre mí

Mi trabajo me obliga a observar y a analizar los comportamientos de las personas. Ver, oír y anotar. Normalmente, lo hago hacia fuera. Este blog nace como resultado de hacerlo hacia adentro.

Al día

Tal vez, algún día, escriba una newsletter. Si te ha gustado lo que has leído, déjame tu email y te cuento más cosas.